miércoles, 24 de septiembre de 2014

Rumble fish ('la ley de la calle') de Coppola

Por Tesa Vigal

Por su camino sin retorno. Por su blanco y negro radical como el rock, arrastrado y melancólico como el blues. Por la figura del chico de la moto (interpretado por un fascinante Mickey Rourke) que, como todos los mitos, es reverenciado en la distancia por los chicos del barrio, pero incómodo e incomprensible cuando regresa y tienen que tratarlo en persona.

Como dice de él el negro con quien juega al billar, es como un príncipe en el exilio de un reino que no es de este mundo. Ya no cree en convenciones sociales, ni en las viejas luchas de barrio que le envolvieron en leyenda. Lo ve todo desde fuera, desde un sentimiento de anhelo, de nostalgia por lo que no acaba de encontrar en lo cotidiano. Por comprender demasiado a los otros, sin poder ya compartir valores. Por la impresión de pertenecer a algo sin nombre que ni siquiera sabe si existe, o es tan sólo un sueño de inadaptado.

Aquí, cuando aún no era conocido ni todavía se le había olvidado, Mickey Rourke hechiza como jamás volvió a hacerlo. para el chico de la moto la vida es: “un televisor en blanco y negro con el volumen bajito”. Y el único color son los peces en el acuario de la pajarería, luchando siempre contra su reflejo en las paredes de cristal de su acuario (así es el título original: Rumble fishs, lucha de peces).


Y el aire legendario de un simple barrio cutre, encarnando el verso de Jim Morrison en la canción de los Doors: “las calles son campos inmortales”. Una desolada atmósfera en la que todos buscan el sentido de algo, al menos de alguna cosa. Ese baile de una chica yonky, dejando salir tímidamente una sensualidad rota… Ese vagar sin rumbo por las calles oscurecidas por sus propios pasos… Una interrogación prolongada a lo largo de toda la historia, que no espera respuesta aunque necesita seguir buscándola.

Su final abierto pero luminoso, cuando el hermano pequeño (Matt Dillon) llega al mar y allí podría suceder cualquier cosa. O quizás es inevitable que todo haya ya cambiado por el simple hecho de haber llegado hasta allí.


Un inolvidable Dennis Hooper, como siempre, dando vida a un personaje secundario intenso, frágil, entrañable, cobarde, abandonado, el padre borracho peculiar que menciona en sus conversaciones a los dioses griegos. Y están también los jovencísimos y desconocidos  Matt Dillon y Nicolas Cage. El primero como el hermano pequeño del chico de la moto. Un adolescente de confusa, conmovedora tristeza. El segundo en un pequeño papel de traidor a ras del suelo, gris y olvidado. Y cómo no mencionar al inefable Tom Waits, ese músico de canciones inclasificables, en un papelito fugaz de camarero. Y a Diane Lane rezumando vida contradictoria, mirada triste, gestos firmes.


Siendo una historia sobre las andanzas de unos chicos de barrio su enfoque es original porque es muy íntimo. Flotando en torno a los hechos de sus personajes, la atmósfera late con su burbujeo interior surgiendo a través de una luz repentina, una mirada sesgada, un silencio inesperado, una escena cotidiana de tiempos muertos, cuerpos moviéndose hacia ninguna parte, o sobre sí mismos. O cuando golpean en un callejón al hermano pequeño dejándolo inconsciente y su alma sale de su cuerpo, flota sobre él contemplando su cuerpo tendido en el suelo, se desliza por el aire hasta pasar sobre la puerta de su novia donde la ve sentada llorando, sobrevuela parte de los tejados del barrio y regresa, lentamente, hasta meterse de nuevo en su cuerpo.

Curiosamente el testigo de esa agresión es un chico cobarde, que no se limita a constatar lo que sucede, sino que huye de ello con su manera compulsiva de escribir en una libreta. Sin embargo, no tendría que ser así. A veces el escribir lo que se ha vivido es más doloroso aún que vivirlo, es una manera de entregarse a ello y explorarlo hasta el fondo, en lugar de evadirse. Pero en esta historia el chaval de la libreta es un contrapunto desesperado.




Por sus sombras tan, tan negras. Sus calles sin salida y su pegajosa condena de gigantesco acuario. Porque Coppola da una vuelta de tuerca y nos muestra qué rara y marciana es, en realidad, la vida cotidiana en las calles. Por su final en el mar. Por diálogos como este: “¿y viste el mar?”, “no sé, California me lo tapó”. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La memoria es subjetiva, 'Memento' de Cristopher Nolan

Por Tesa Vigal

¡Fuhhhh!... Porque no sólo es de las películas que dejan huella, sino que resiste visiones repetidas, incluso en vídeo. La causa es el tema laberíntico que trata: la mente humana. ¿Hay alguien que dude de que el mundo es fruto de nuestra percepción personal? No sólo la memoria con sus infinitas implicaciones desconocidas, pues hasta la fecha sólo se conocen sus efectos relativos, pero no sus mecanismos conectados directamente con el plano subjetivo, que la convierten en un espejo particular e intransferible de la “realidad”. ¿Porqué una amnesia es total, o parcial, a largo, o a corto plazo?. Esas preguntas remiten a una “elección” individual, relacionadas a su vez con el recuerdo distinto que tienen diferentes testigos de un mismo hecho.  

                                                                  
El protagonista de la historia sólo dispone de diez minutos de memoria reciente, pasados los cuales todo parte otra vez de cero. Sin embargo, guarda memoria de su identidad y del resto de su vida anterior al accidente que produjo su amnesia. Es decir es alguien abocado a vivir sólo el presente más corto e inmediato, lo que en sí mismo sería la forma ideal de vivir por la ausencia total de prejuicios, pero en este caso el pasado remoto sí recordado no sólo condiciona sino que es el único motor del presente. 

Esto da como resultado una visión absolutamente sesgada de la realidad, sin que ninguna nueva experiencia venga a modificar las motivaciones antiguas. Como muy bien dice uno de los personajes ¿de qué le servirá vengarse del hombre que mató a su mujer si no podrá recordarlo?. Hay algo patético y conmovedor en su férrea resolución de creer en los tatuajes, notas y fotos en las que va basando su presente investigador, como si esas fotos y notas no pudieran robárselas, cambiárselas, o simplemente perderlas. Pero él no puede admitir eso, porque supondría renunciar a su vida y al sentido que ha elegido darle.

¿Y no es eso en el fondo lo que hacemos todos?. Elegir sensaciones, emociones, pensamientos, hechos, personas. Datos seleccionados y datos desechados de la realidad, que van conformando nuestro mundo único.  La historia de “Memento” no sólo pone eso de relieve, sino situaciones esenciales que nos condicionan, aunque nos pasan desapercibidas dentro del barullo cotidiano. De pronto (han pasado los diez minutos) se ve corriendo por la calle con una pistola. También ve a otro hombre corriendo como él entre los coches. Y se pregunta: ¿qué estoy haciendo?, ¿persiguiendo a ese hombre?. Y cuando el otro hombre corre hacia él y le apunta con su arma, reconoce que no, que es el otro quien le persigue. Ningún dato más puede surgir de ese momento. Salvo que durante los próximos diez minutos encuentre las notas y las fotos en sus bolsillos, o se desnude y vea los tatuajes sobre su cuerpo. Sólo dispone de ese tiempo cada vez que conoce a alguien para catalogarle como persona, para hacerle una foto y apuntar en ella si es amigo, o enemigo, si puede fiarse de él, o no, o qué tipo de relación (siempre efímera) les une. También seleccionará los hechos y personas dignos de recordar en sus notas y fotos, que podrá destruir después al ritmo de su eterna investigación. Investigación mutable, imposible de abarcar por completo, en la que caben las mentiras de los otros y las propias mentiras, que ayudan a hacer soportable y vivible nuestra vida. Igual que cualquier persona con la memoria intacta, eso es lo inquietante.

Tiene una trama absorbente y milimétrica, de diez en diez minutos fascinantes, que se completan de atrás adelante y de delante hacia atrás, según se desarrollen mientras suceden los hechos, o los reconstruya con sus notas y fotos.

Y la visión de los espectadores-testigos de ese hombre conmovedor, a veces patético, visión desde fuera que no puede llegar a la “verdad” aunque los hechos estén rigurosamente ordenados, es lo más perturbador al ponernos a todos frente a la absoluta relatividad de nuestras vidas.

Película única, de múltiples lecturas, que nos atrapa desde el principio, y al final (ese final ambiguo, sorprendente pero lógico) nos suelta aparentemente, y nos hace salir a la calle preguntándonos como su protagonista ¿qué estoy haciendo aquí?, y ¿dónde puedo ir ahora, cómo y con quién?... Solos, caminando con ese gran enigma que es cada percepción y sus consecuencias interminables.

domingo, 7 de septiembre de 2014

'Al final de la escapada' ('A bout de souffle') de Godard

Por Tesa Vigal

Película imposible de catalogar, con un encanto inolvidable pero turbadora, agridulce, de insólitos diálogos y personajes frescos y auténticos con sus contradicciones a flor de piel. Sin más lejos la última palabra de la película es "asquerosa". Una mirada particular, aparentemente sencilla y, sin embargo, su espontaneidad es como un cofre lleno de recovecos y resortes secretos. De allí salen atajos, rizos, rincones, vueltas de tuerca, callejones sin salida y agujeros negros. Y todo engarzado en un ludismo indómito que es la carta comodín para poder jugar a plena luz y también en la oscuridad.


No es una aventura, sino la actitud aventurera que acompaña a sus dos protagonistas. Jean Paul Belmondo, un ser marginal y seductor, natural y amoral, sincero y en el límite de sí mismo, y sus amores con una chica americana empeñada en descubrir la auténtica naturaleza de sus sentimientos, nada menos, pase lo que pase. Los dos dejan que llegue el viento hasta su cara para responderlo con su aliento. La traducción literal del título de la peli es hasta el último aliento.

La naturalidad perturbadora con que un niño puede sostener la mirada. Y la naturalidad en la interpretación, complementaria con el encanto ambiguo de las escenas amorosas que no suelen salir en las películas, esas que surgen de los diálogos posteriores al sexo, que son los más auténticos aunque se mienta, porque manan del roce inevitable de lo íntimo, lo sexual que los ha precedido.


Historia de un amor imposible, no por intervenir la muerte o cualquier otro tipo de separación exterior, sino por llevar los sentimientos al límite.

Mi favorita es la escena del sombrero compartido donde se fusionan lo sensual, el ludismo, lo mental y lo imaginario. Y el último plano, con Jean Seberg mirando directamente a la cámara con inenarrable expresión. Sus tiempos a contrapelo, su respiración...


Su etiqueta de "nouvelle vague" queda arrinconada, para mí, en el rincón de lo técnico y el limbo de lo clasificatorio. Por cierto, siempre me he preguntado si esta película hubiera sido posible sin el argumento de Truffaut. Como todo lo memorable (ya sea para amarla o para odiarla) desborda etiquetas.


'Apocalypse now' de Coppola no es una película de guerra sino un viaje al corazón de las tinieblas

Por Tesa Vigal

Las situaciones radicales, la guerra por ejemplo, se pueden mirar desde el otro lado del espejo. Pero cuando, además, se vive desde allí se invoca el mundo de la película ‘Apocalypse now’. 


Las valkirias desatadas de Wagner sonando a todo volumen desde los helicópteros yankys. La selva disolviendo fronteras y límites. El viaje en barco de Martin Sheen por el río vietnamita, auténtico río del olvido en busca de un hombre extraño, perdido en su rebeldía (Marlon Brando), perdido en "el corazón de las tinieblas" (el relato de Conrad en que está basada la película). Quien le busca, y acaba encontrándose a sí mismo mirando cara a cara al misterio, está magníficamente interpretado por Sheen. Y aunque la película cambia el escenario de la novela, Vietnam en lugar del Congo, y la época del colonialismo de principios del siglo XX por los años 60-70, la esencia onírica y lúcida del viaje interior está plasmada con respiración portentosa. Tanto la novela inclasificable de Conrad (de quien hablaré en futuras entradas del blog http://www.librosconaliento.blogspot.com) 'el corazón de las tinieblas', como esta película de Coppola quizá pudieran resumir su latido en algunos párrafos del libro: "Le vi abrir la boca desmesuradamente, le daba un aspecto misteriosamente voraz, como si hubiera querido tragarse todo el aire, toda la tierra, a todos los hombres que tenía ante sí (...) El monótono son de un gran tambor llenaba el aire de apagadas sacudidas y de una prolongada vibración. El continuo zumbido de muchos hombres, cantando cada uno para sí algún misterioso conjuro, salía del liso y negro muro del bosque, como sale el zumbido de las abejas de una colmena, y actuaba como un extraño narcótico sobre mis sentidos adormecidos (...) Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree".  


Desde las primeras imágenes de un ventilador de aspas, removiendo desde el techo el aire turbador y asfixiante de una habitación de hotel en Saigón, y un hombre haciendo posturas orientales de lucha, solo entre las cuatro paredes, se capta que no se trata de una película de guerra sino de mucho más. De la profundidad misteriosa y la implacable neutralidad de la muerte y cualquier otra circunstancia radical.

De un reino mítico o una tribu proscrita. Cualquiera de las dos cosas sería una aproximación al lugar, fuera del espacio y el tiempo, que un coronel loco y lúcido ha creado en el recodo más lejano del río. Rodeado de gente hipnotizada por su intento de darle sentido al sinsentido, temiéndolo y adorándolo como a la propia vida.


Y no es cualquier viaje por un río exótico... No se habla de antropología, ni de diferencias culturales, ni de peripecias o estrategias de una guerra. Se habla del recorrido interior de los seres humanos que viven una situación excepcional donde los límites son brumosos, o hay que crearlos de nuevo, donde se topan con el sentido de la vida cara a cara con la muerte, donde lo surrealista y lo absurdo se revelan como la capa subterránea de la vida. La vida es un río, como diría Jorge Manrique, “que desemboca en el mar que es el morir”. Aquí el mar es el recodo recóndito donde Marlon Brando vive con su tribu proscrita. Es el misterio del propio vivir, lejos de las supuestas seguridades de lo cotidiano. Cuando el mundo se ha vuelto patas arriba y los cuatro puntos cardinales son seis, 13, o más. Quizás infinitos. Y el arriba y abajo amenazan con devorar si no se está dispuesto a cuestionar, mirar cara a cara, mirar el espejo, mirar a los ojos, perderse en las nubes y en la selva para poder encontrarse de nuevo.


Tratando de hacer el loco dentro de la locura, quizás como los se ponen a hacer surf bajo las bombas en esas playas desconocidas, porque el peligro es una borrachera irracional y la muerte cuestión de suerte, o de destino. O como el tripi de LSD que se toma un soldado y cómo empieza a ver las luces de los bombardeos, el reflejo del agua, las personas que aparecen como manifestaciones del enigma radical que le rodea.Y se escucha a Jimmy Hendrix en cualquier cassette de cualquier soldado, porque es tan importante su música como conservar el arma en la mano: cuestión de vida o muerte. Y uno de los miembros de la tribu sin nombre del coronel Kurtz, el fotógrafo interpretado por Dennis Hopper (abajo foto), trata de reconocer, incluso de entender lo que tiene ante sí antes de fotografiarlo, por lo que apenas saca fotos, a pesar de llevar varias cámaras al cuello colgando como collares simbólicos del sentido de su vida. Personaje que se hace presente, a pesar de sus fugaces apariciones, circulando como el viento entre contradicciones y preguntas perpetuas.


El revoloteo acechante de no saber nunca dónde está escondido el enemigo, que quizás no exista. No reconocer el suelo que se pisa. No ganar ni perder. Caminar alucinado entre inmensas plantas lujuriosas que es la trampa perfecta de un ignorado viaje a ninguna parte.

Es el largo y envolvente tema de "the end" de Jim Morrison, prendiendo fuego al mundo en los títulos de crédito que cierran la película, como un viaje sin retorno.