Por Tesa Vigal
Dos películas de Eastwood sobre lo implacable. Si el mundo está hecho de pavor y maravilla (como diría Don Juan Matus, el indio de Castaneda), lo implacable pertenece al pavor y acaricia la maravilla por su lado misterioso. En cualquier caso, estas dos pelis me estremecieron. Y ambas son incómodas.
En 'Mystic river' lo implacable del ¿azar? De tres niños jugando juntos, es a uno a quien raptan, violan, maltratan. Lo implacable del efecto aterrador del miedo, instalado en él para siempre. Esa estremecedora escena en la que Tim Robbins, tras ver una peli de vampiros en la tele, le comenta a su mujer que los vampiros existen. Él los sufrió en su infancia, aunque su mujer no entiende el tono de temblorosa lucidez sarcástica, propio de un ser herido en su centro, con el que él lo dice. Simplemente reacciona con miedo, al entrar en contacto con el lado más oscuro de la vida a través de su marido.
Como mínimo las personas tan heridas provocan incomodidad y recelo. Sólo los que sean valientes además de sensibles captarán en ellos el dolor por debajo de sus actitudes defensivas, de la intensa, alargada huella del contacto con lo destructivo. Porque al contrario que el dolor comprensible por la muerte de un ser querido, o una ruptura amorosa, que generan compasión instantánea, esas otras heridas convierten a las víctimas en seres solitarios para siempre. Ellos saben, han vivido por desgracia algo tan extremo como difícilmente comunicable, como lo son los malos tratos que van más allá de lo físico.
Sus dos amigos dan por perdido al niño, que les mira desde el cristal trasero del coche de sus raptores, alejándose de ellos de manera irreversible. Y cada uno reaccionará a su manera. Uno se convertirá en policía. El otro, se mostrará también implacable en la venganza de su hija muerta, como si su actitud anidara, de manera indirecta, eso mismo que pretende aniquilar. La sutileza impresionante con que Eastwood cuenta el efecto devastador del lado oscuro de la vida en los testigos indirectos de la víctima directa, es impresionante (por cierto, la música también es suya). Una ola negra les roza a todos, de la que todos quieren desprenderse, de la cual sólo la víctima se siente culpable y sólo la víctima volverá a serlo para que los demás se liberen de su sombra alargada. Porque alguien a quien no se le puede ayudar, es mejor que se aleje, que desaparezca.
Esos enormes actores (Tim Robbins, Sean Penn, Marcia Gay Harden) dando vida a lo misterioso del destino, lo corrosivo del miedo, el recelo ante las heridas, las sombras con las que todos ellos tienen que convivir. Mucho más nítidas que lo cotidiano, la huida, el cariño, más incluso que sus propias personas. Al flujo sereno, con el que van desenvolviéndose las historias de Eastwood, se suma aquí la atmósfera densa de lo estancado, de aguas pantanosas engullendo en cualquier momento, por el lado más inesperado.
Lo implacable en 'Sin perdón' radica en la propia existencia de seres destructivos, a la que se añade el misterio de que un día puedan cambiar. Y otros, no. ¿Es eso destino? ¿ser lo que uno es, de manera inocente? Un aire legendario envuelve esta película desde el principio. Y la materia de leyenda es lo extraño, lo memorable aunque no se entienda.
El
misterio de la integridad. La pureza de ser fiel a uno mismo aceptando las
consecuencias. El movimiento incesante y las contradicciones forman parte de la
esencia de la vida. Contradicciones que tienden a fundir sus lados opuestos en
una resultante que casi siempre nos resulta inaccesible, pero cuya presencia
late como una promesa envuelta en bruma y una necesidad de buscar su sentido. El
protagonista de esta historia fue en el pasado un mal bicho, el asesino
despiadado William Munny, de quien él mismo dice: “Era débil, maltrataba animales, me tenían miedo”. Luego quiso
cambiar y lo hizo: “Mi mujer me quitó la
maldad”. Pero cuando comienza la historia es un hombre mayor, viudo, torpe
y gastado, trabajando en su granja de cerdos junto a sus dos hijos. Cuando un
chico conoce su pasado y le comenta que no parece un asesino, él responde: “Igual no lo soy”. La historia acaba con
el mismo hombre, implacable y sobrio porque vuelve a expresar el talento que Dios
le ha dado, aunque se trate de talento para matar: “Siempre he tenido muy buena suerte en eso de matar…”.
En medio
queda el misterio del mal, una parte del mundo cuyo sentido se agita en la
oscuridad pidiendo una respuesta. Puede que lo destructivo al margen de intenciones, sería tan
inocente como el bien. ¿O no? ¿Puede existir un asesino inocente?
Esa es la
pregunta con la que se cierra esta impresionante película. Los indios sioux
tienen un sobrio concepto de lo sagrado. Para ellos el
único “pecado” es dejar de ser sagrado, dejar de ser uno mismo. Por supuesto
ese uno mismo apunta al alma, no a las máscaras o personajes adoptados en la
vida para ir tirando o para ser aceptados. Los sioux apuntan a la zona más
honda del ser humano. Justo donde anidan todas las respuestas sin preguntas.
Esta
película cuenta la historia de un hombre que cambió y cómo siguió siendo bueno
aunque volvió a matar. De nuevo otra pregunta incómoda. Y, como siempre que se
profundiza, es en los numerosos matices de esta historia aparentemente sencilla
donde vibran las respuestas. Hay otros personajes violentos pero ellos no
transmiten inocencia, sino un caudal turbio de intenciones, de voluntad
maligna. Y esa diferencia perturba. Son
gente destructiva que ejercen de asesinos malignamente, con intención de dañar,
de destruir. Por contraste, el protagonista actúa desde una serenidad defensiva
o incluso “bondadosa”, humilde, constatadora. No busca ningún tipo de poder
mientras que los otros se agitan perversamente en su busca. El sheriff (Gene Hackman
siempre impresionante en sus interpretaciones) con una faceta sádica
que contrasta con su oficio, supuestamente pertenece y apoya el lado bueno y
legal de la existencia. sin embargo le mueve una sucia necesidad de ser reverenciado, elogiado en
el libro que un periodista quiere escribir sobre “leyendas” del Oeste. Éste
último se arrastra tras la sombra de los poderosos, por eso va en busca de
viejas glorias y por eso al encontrarse frente a un ser íntegro, con un
pasado del que no presume sino del que se arrepiente, comprueba consternado que
ese tipo de hombre que no busca la fama, ni la memoria, ni el poder, resulta
incomprensible, incómodo, perturbador. Porque es un ser humano a quien le sabe
amarga la admiración, huye del reconocimiento y acepta con humildad su camino.
Porque su mayor gozo es “ser”, en lugar de tener.
La intensidad misteriosa de la libertad y el destino, dos caras de una misma moneda escurridiza y sin nombre, remiten a lo mítico. A cualquier historia anónima de esas que empiezan con un “Erase una vez…”, que es precisamente como comienza esta historia. Con el aire legendario de un texto y la música melancólica de Eastwood (el tema central “Claudia theme”), que añado aquí para quien quiera leerlo y escucharlo.
El poder
sería lo opuesto al amor. Y es que esta historia es también una historia de
amor, la razón por la que el protagonista abandonó su pasado violento. Quiso
cambiar y lo hizo. También de la amistad, del amor por los
débiles, en este caso la protección de la puta maltratada sádicamente por un
cliente.
Esta
película también contiene escenas delicadas, atmósfera pausada como la poza de
un río de montaña, miradas insondables, lealtad, luces indirectas, la
brutalidad de los gestos vulgares, una melancolía imparable, la fealdad de lo
mezquino, la grandeza de alma. La tristeza con la que el protagonista responde
a un adolescente que quiere saber: “matar
a alguien es algo muy duro. No sólo le arrebatas su presente sino todo lo que
hubiera podido ser”. El diálogo tímido y emotivo entre la puta (con la cara
marcada por las cicatrices del cuchillo del cliente sádico) y su defensor,
reconociendo en un murmullo que si tuviera que elegir a una de las mujeres del
salón, sería ella con quien se acostaría, la puta rechazada por todos desde que
aquel cliente la agredió.
El
misterio y muchas preguntas sobre la existencia anidan en las escenas de estas
dos películas memorables.