viernes, 12 de diciembre de 2014

'El buscavidas' (the hustler) de Robert Rossen: la falacia de ganar o perder

Por Tesa Vigal

¿Es ganar depender del poder, entregándole así la victoria?, ¿o ganar es renunciar a futuras victorias a cambio de libertad?

Su sombrío y sucio blanco y negro (ya en la época de todas las películas en color por sistema) es uno de los muchísimos detalles que abarrotan la película, señalándola como algo rabiosamente personal. Tan personal como su director Robert Rossen, que también rodó otra película especial: 'Lilith'. Habla de lo esencial en el cine negro: lo fronterizo. Todos sus personajes lo son, arrastrando con ellos toda su especial carga de ambigüedad,  inocencia o perversión, inadaptación,  valores propios. Una historia sobre la línea que separa, y une, el ganar con el perder, a la que esta peli da la vuelta limpiamente apuntando a la auténtica victoria o la verdadera derrota. Ambas cosas pasan por lo mismo. Traicionarse o no a uno mismo. Venderse, o no.


El recorrido de un inculto, inocente y orgulloso chico de barrio hasta descubrir su potencial real y sus límites, en un viaje vital a través de sus apuestas al billar, del amor y de la gente de alrededor. Sobre todo de los enemigos, esos que nos obligan a desvelar y poner en acción todo lo que no sabíamos de nosotros mismos.

Y el amor como un espejo de todo lo que él es y no había querido mirar. La chica atormentada es también vulnerable y solitaria como él, pero además pone en evidencia su ignorancia, su dificultad afectiva, su lado destructivo.


Cada escena, cada actor secundario, cada palabra y gesto, todo en esta película rezuma atmósfera y significado. Está repleta de presencia. En plural y en singular. Paul Newman se merecía el óscar, por el que estaba nominado, aunque décadas más tarde se lo dieron por otra peli muy, muy inferior (El color del dinero, nada que ver), por pura mala conciencia y con el pretexto de retomar al mismo personaje muchos años después. Interpretaciones inolvidables las de todos ellos, en especial la de la pareja protagonista, porque Piper Laurie es también un derroche de sutilidad y latidos transmisores.

Cuando el mundo no es el culpable de nuestros errores pero nosotros, como Paul Newman, acariciamos aún esa posibilidad inocente y tentadora. Una historia sin salida y con entrada invisible. De perdedores que sólo dejan de serlo cuando se salen del juego.


La mirada eléctrica de Eddie, poco a poco cubriéndose de niebla, de algo desesperado cubierto aún de disimulo infantil, buscando continuamente un punto mágico y salvador desde donde todo se vea diferente. Y la mirada atormentada de Piper oscilando entre el arañazo y la tristeza hundida, en un personaje femenino inusual por dentro y por fuera: una chica con leve cojera, que frecuenta para emborracharse el bar de la estación donde se conocen.

Hasta el final, sí, pero ¿y si el final es esta misma noche? También hasta el final, pero no queda entonces lugar para lo grandioso del no rendirse nunca. Y la vida se convierte en una ola imparable de debilidad. Hasta los “ganadores” de esta historia ganan tristemente. Porque su atmósfera es todo esto, y es un remolino de polvo en la calle que, rápidamente, cae de nuevo para posarse sobre el suelo endurecido. Y la tierra traga saliva, se calla, espera, asimila, y va transformando en el seno de su oscuridad y su silencio, misteriosas semillas con alas.



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