Por Tesa Vigal
Por su camino sin retorno. Por su blanco y negro
radical como el rock, arrastrado y melancólico como el blues. Por la figura del
chico de la moto (interpretado por un fascinante Mickey Rourke) que, como todos
los mitos, es reverenciado en la distancia por los chicos del barrio, pero incómodo
e incomprensible cuando regresa y tienen que tratarlo en persona.
Aquí, cuando aún no era conocido ni todavía se le
había olvidado, Mickey Rourke hechiza como jamás volvió a hacerlo. para el
chico de la moto la vida es: “un televisor en blanco y negro con el volumen
bajito”. Y el único color son los peces en el acuario de la pajarería, luchando
siempre contra su reflejo en las paredes de cristal de su acuario (así es el
título original: Rumble fishs, lucha de peces).
Y el aire legendario de un simple barrio cutre,
encarnando el verso de Jim Morrison en la canción de los Doors: “las calles son
campos inmortales”. Una desolada atmósfera en la que todos buscan el sentido de
algo, al menos de alguna cosa. Ese baile de una chica yonky, dejando salir
tímidamente una sensualidad rota… Ese vagar sin rumbo por las calles
oscurecidas por sus propios pasos… Una interrogación prolongada a lo largo de
toda la historia, que no espera respuesta aunque necesita seguir buscándola.
Su final abierto pero luminoso, cuando el hermano
pequeño (Matt Dillon) llega al mar y allí podría suceder cualquier cosa. O
quizás es inevitable que todo haya ya cambiado por el simple hecho de haber
llegado hasta allí.
Un inolvidable Dennis Hooper, como siempre, dando
vida a un personaje secundario intenso, frágil, entrañable, cobarde, abandonado,
el padre borracho peculiar que menciona en sus conversaciones a los dioses
griegos. Y están también los jovencísimos y desconocidos Matt Dillon y Nicolas Cage. El primero como el
hermano pequeño del chico de la moto. Un adolescente de confusa, conmovedora
tristeza. El segundo en un pequeño papel de traidor a ras del suelo, gris y
olvidado. Y cómo no mencionar al inefable Tom Waits, ese músico de canciones
inclasificables, en un papelito fugaz de camarero. Y a Diane Lane rezumando
vida contradictoria, mirada triste, gestos firmes.
Siendo una historia sobre las andanzas de unos chicos
de barrio su enfoque es original porque es muy íntimo. Flotando en torno a los
hechos de sus personajes, la atmósfera late con su burbujeo interior surgiendo
a través de una luz repentina, una mirada sesgada, un silencio inesperado, una
escena cotidiana de tiempos muertos, cuerpos moviéndose hacia ninguna parte, o
sobre sí mismos. O cuando golpean en un callejón al hermano pequeño dejándolo inconsciente y su alma sale de su cuerpo, flota sobre él contemplando su cuerpo
tendido en el suelo, se desliza por el aire hasta pasar sobre la puerta de su
novia donde la ve sentada llorando, sobrevuela parte de los tejados del barrio
y regresa, lentamente, hasta meterse de nuevo en su cuerpo.
Curiosamente el testigo de esa agresión es un chico
cobarde, que no se limita a constatar lo que sucede, sino que huye de ello con
su manera compulsiva de escribir en una libreta. Sin embargo, no tendría que
ser así. A veces el escribir lo que se ha vivido es más doloroso aún que
vivirlo, es una manera de entregarse a ello y explorarlo hasta el fondo, en
lugar de evadirse. Pero en esta historia el chaval de la libreta es un
contrapunto desesperado.
Por sus sombras tan, tan negras. Sus calles sin
salida y su pegajosa condena de gigantesco acuario. Porque Coppola da una
vuelta de tuerca y nos muestra qué rara y marciana es, en realidad, la vida
cotidiana en las calles. Por su final en el mar. Por diálogos como este: “¿y
viste el mar?”, “no sé, California me lo tapó”.