Por Tesa Vigal
Suscribo la cita del gran amante del cine Vicente Molina Foix, que aparece en la página Filmaffinity sobre esta película: “Vigoroso poema elegíaco de Medem. Desmelenada, pero no descabellada, lírica y con una irrompible lógica interna”. Añadiría que es perturbadora historia de amor, extraña, original por trama y su forma de desgranarla. Aunque aviso que no es apta para gente con visión reduccionista de la vida. Lo simple (no confundir con lo sencillo) ni pregunta ni contempla. Sólo lo sensible explora, como esta película, y acaba topándose con el misterio, con el sentido, con el latido de los árboles…
Suscribo la cita del gran amante del cine Vicente Molina Foix, que aparece en la página Filmaffinity sobre esta película: “Vigoroso poema elegíaco de Medem. Desmelenada, pero no descabellada, lírica y con una irrompible lógica interna”. Añadiría que es perturbadora historia de amor, extraña, original por trama y su forma de desgranarla. Aunque aviso que no es apta para gente con visión reduccionista de la vida. Lo simple (no confundir con lo sencillo) ni pregunta ni contempla. Sólo lo sensible explora, como esta película, y acaba topándose con el misterio, con el sentido, con el latido de los árboles…
Dos
hermanos, que no lo son. Dos niños se conocen mientras corren por motivos
personales. Una, corre para escapar. El otro, corre jugando, persiguiendo un
balón. Y ninguno sabe de dónde ha salido el otro, pero nada más encontrarse,
ambos se reconocen de manera inmediata y subterránea.
Dos
ventanas que dan al mismo jardín nocturno de árboles agitados por un viento
lleno de poder.
Contada en primera persona por cada uno de sus
protagonistas (Fele Martínez y Najwa Nimri), alternativa y sucesivamente, eso
ya remite desde el principio a una subjetividad maravillosamente insolente.
Algunas de sus frases apuntan a los temas entrecruzados de su historia: “¿Se
puede correr hacia atrás?” (Ana). “Es
bueno que las vidas tengan varios círculos” (Otto). Aunque yo
prefiero esta otra de Ana: “Lo desconocido se metió en lo conocido”. Cualquiera de esas frases se
refiere a lo que trasmite esta película, más allá de su trama. Siempre es
fundamental cómo se cuenta algo, pero en algunos casos es decisivo. Esa es,
además, una de las características de Medem: la forma de contarlo rebosa de
contenido, mientras que en su trama apenas se bosqueja.
En esta
historia de amor clandestina, por peculiares motivos personales que no
sociales, se remite una y otra vez al recorrido interior de sus personajes,
hasta el punto de que lo que sucede fuera es plasmación directa de su recorrido
íntimo. En realidad eso le sucede a todo el mundo, sólo que casi siempre de
manera inconsciente, o indirecta. Ese enfoque en lo interior y no en el
exterior supone una exploración en las contradicciones íntimas, preponderantes
en el laberinto personal y ausentes en una historia de lugares comunes, esas
enfocadas en lo usual que acaban dejando de lado a las personas vivas implicadas,
en nombre de un supuesto mecanismo universal que siempre se escapa en cuanto se
profundiza con integridad en una historia amorosa. Porque al ser una relación
entre personas el origen y la plasmación del deseo es intransferible, los
sentimientos nacidos del fondo del corazón, eso que no tiene fondo, desbordando
encasillamientos.
De ahí
que el enfoque de esta historia en los inconvenientes y obstáculos interiores
sea una de las cosas que conforman su gran originalidad. Nadie de su familia se
opone a que se relacionen, es más, siempre trataron de que se llevaran bien sin
lograrlo, aparentemente. Tampoco les separan las circunstancias temporales o de
espacio, ya que conviven en la misma casa con sus padres respectivos,
emparejados. Pero ellos prefieren mantener su íntima conexión desde la infancia
en la clandestinidad elegida del secreto, de lo privado llevado a sus últimas
consecuencias, sin que nadie lo sepa. Hasta el punto de hacerles creer a sus
padres que no se llevan bien, que apenas tienen contacto…
Dos
historias de tiempos distintos que confluyen en un piloto: Otto, el piloto. El
primero en el tiempo un soldado alemán que conoce a una campesina española
durante la guerra civil. El segundo, el niño protagonista al que ponen ese
nombre porque aquel alemán se ha transformado en símbolo amoroso y de paz para
su familia. Dos nombres capicúas: Otto y Ana (al que habría que añadir el del
propio Medem).
Dos
finales cruzados, en los que se narra magistralmente la fusión de los dos
hechos y las dos miradas, sin que el espectador esté seguro de si Ana sube la
escalera o no la sube, hasta que el plano último del interior de una pupila
pone punto y final, a regañadientes. Porque quisieras que la película, que la
historia siguiera eternamente, con nuevos círculos concéntricos.
Dos
mesas cercanas en la plaza Mayor de Madrid, ocupadas por el destino, que les ha
llevado al mismo lugar en el mismo tiempo. Hace tiempo que no se ven y están
sentados de espaldas (tercera foto del texto). Ninguno ve al otro, ni siquiera
sospecha su cercanía, aunque sus búsquedas tienen la misma melancolía
descarada.
Y el sol
nunca se pone en el círculo polar donde Ana instala su silla, junto al lago.
Como en
el verso de Lou Reed: “Amores
legendarios me persiguen en sueños”.
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