miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los amantes del círculo polar, de Julio Medem

Por Tesa Vigal

Suscribo la cita del gran amante del cine Vicente Molina Foix, que aparece en la página Filmaffinity sobre esta película: “Vigoroso poema elegíaco de Medem. Desmelenada, pero no descabellada, lírica y con una irrompible lógica interna”. Añadiría que es perturbadora historia de amor, extraña, original por trama y su forma de desgranarla. Aunque aviso que no es apta para gente con visión reduccionista de la vida. Lo simple (no confundir con lo sencillo) ni pregunta ni contempla. Sólo lo sensible explora, como esta película, y acaba topándose con el misterio, con el sentido, con el latido de los árboles… 


Dos hermanos, que no lo son. Dos niños se conocen mientras corren por motivos personales. Una, corre para escapar. El otro, corre jugando, persiguiendo un balón. Y ninguno sabe de dónde ha salido el otro, pero nada más encontrarse, ambos se reconocen de manera inmediata y subterránea.

Dos ventanas que dan al mismo jardín nocturno de árboles agitados por un viento lleno de poder.

Contada en primera persona por cada uno de sus protagonistas (Fele Martínez y Najwa Nimri), alternativa y sucesivamente, eso ya remite desde el principio a una subjetividad maravillosamente insolente. Algunas de sus frases apuntan a los temas entrecruzados de su historia: “¿Se puede correr hacia atrás?” (Ana). “Es bueno que las vidas tengan varios círculos” (Otto). Aunque yo prefiero esta otra de Ana: “Lo desconocido se metió en lo conocido”. Cualquiera de esas frases se refiere a lo que trasmite esta película, más allá de su trama. Siempre es fundamental cómo se cuenta algo, pero en algunos casos es decisivo. Esa es, además, una de las características de Medem: la forma de contarlo rebosa de contenido, mientras que en su trama apenas se bosqueja.



En esta historia de amor clandestina, por peculiares motivos personales que no sociales, se remite una y otra vez al recorrido interior de sus personajes, hasta el punto de que lo que sucede fuera es plasmación directa de su recorrido íntimo. En realidad eso le sucede a todo el mundo, sólo que casi siempre de manera inconsciente, o indirecta. Ese enfoque en lo interior y no en el exterior supone una exploración en las contradicciones íntimas, preponderantes en el laberinto personal y ausentes en una historia de lugares comunes, esas enfocadas en lo usual que acaban dejando de lado a las personas vivas implicadas, en nombre de un supuesto mecanismo universal que siempre se escapa en cuanto se profundiza con integridad en una historia amorosa. Porque al ser una relación entre personas el origen y la plasmación del deseo es intransferible, los sentimientos nacidos del fondo del corazón, eso que no tiene fondo, desbordando encasillamientos. 



De ahí que el enfoque de esta historia en los inconvenientes y obstáculos interiores sea una de las cosas que conforman su gran originalidad. Nadie de su familia se opone a que se relacionen, es más, siempre trataron de que se llevaran bien sin lograrlo, aparentemente. Tampoco les separan las circunstancias temporales o de espacio, ya que conviven en la misma casa con sus padres respectivos, emparejados. Pero ellos prefieren mantener su íntima conexión desde la infancia en la clandestinidad elegida del secreto, de lo privado llevado a sus últimas consecuencias, sin que nadie lo sepa. Hasta el punto de hacerles creer a sus padres que no se llevan bien, que apenas tienen contacto…


Dos historias de tiempos distintos que confluyen en un piloto: Otto, el piloto. El primero en el tiempo un soldado alemán que conoce a una campesina española durante la guerra civil. El segundo, el niño protagonista al que ponen ese nombre porque aquel alemán se ha transformado en símbolo amoroso y de paz para su familia. Dos nombres capicúas: Otto y Ana (al que habría que añadir el del propio Medem).

Dos finales cruzados, en los que se narra magistralmente la fusión de los dos hechos y las dos miradas, sin que el espectador esté seguro de si Ana sube la escalera o no la sube, hasta que el plano último del interior de una pupila pone punto y final, a regañadientes. Porque quisieras que la película, que la historia siguiera eternamente, con nuevos círculos concéntricos.



Dos mesas cercanas en la plaza Mayor de Madrid, ocupadas por el destino, que les ha llevado al mismo lugar en el mismo tiempo. Hace tiempo que no se ven y están sentados de espaldas (tercera foto del texto). Ninguno ve al otro, ni siquiera sospecha su cercanía, aunque sus búsquedas tienen la misma melancolía descarada.
Y el sol nunca se pone en el círculo polar donde Ana instala su silla, junto al lago.

Como en el verso de Lou Reed: “Amores legendarios me persiguen en sueños”.


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