domingo, 29 de noviembre de 2015

El incómodo 'Lawrence de Arabia', de David Lean


Por Tesa Vigal

Lo especial de esta película es que cuenta la insólita aventura personal de uno de esos personajes históricos inclasificables. Algunas personas se sienten felizmente adaptadas, identificadas con el lugar y la familia que les ha tocado. Otras, sin embargo, no encuentran su lugar. Y otras, como Lawrence, lo encuentran en espacios, o tiempos muy alejados de aquellos donde nacieron. Allí, su corazón se siente en casa. Lawrence de Arabia fue en teoría militar pero no lo era. Fue en teoría espía pero no lo era. Fue inglés en teoría, pero no lo era. En fin, casi todos le miraban de reojo porque, esencialmente, era un soñador, alguien fascinado por el desierto (“porque está limpio” según sus palabras), un romántico, alguien excesivo y excéntrico. Justificado en un principio por los intereses ingleses en la primera guerra mundial, contra los turcos, Lawrence se convirtió en un árabe más, vistiendo y viviendo como ellos, uniendo y dirigiendo a las tribus dispersas de Arabia para lograr su independencia. Sobre sus correrías por el desierto escribió un libro, del que no puedo opinar porque no he leído: “los 7 pilares de la sabiduría”. 

Con el magnético Omar Shariff

Aparte de eso era un personaje torturado y contradictorio, la violencia y el sexo le repelían y le fascinaban al mismo tiempo, sus estudios eran de humanidades y le apasionaba la literatura. Esa contradicción emotiva se refleja en un episodio de su vida, cuando es apresado por los turcos, aunque en la película apenas se esboza lo que le ocurrió. Fue torturado y violado, tuvo que enfrentarse con su sombra, lo ocurrido fue humillante y doloroso, pero también descubrió que encontraba placer en el dolor, que su sexualidad era ambivalente, o bisexual (se ha hablado mucho de ello, pero ante un personaje solitario y reservado como Lawrence es difícil llegar a saberlo). El caso es que tras ese episodio, Lawrence se volvió más vulnerable, más retraído, melancólico, más humilde, como comenta Omar Shariff (Alí, quien seguramente llegó a amar a Lawrence, o en todo caso lo admiraba profundamente). En otra escena, tras una batalla cuerpo a cuerpo, mirando con horror su brazo ensangrentado por la sangre ajena resbalando desde su cuchillo, tiene que reconocer que le gusta y sin embargo también le horroriza a su lado idealista; ambos lados reales, sentidos por igual.  



Pero es que, además, tanto su interpretación (Peter O’Toole, Omar Shariff, Anthony Quinn) como sus imágenes y su luz están a su altura. El resultado hace soñar, pensar, sentir y cuando menos te lo esperas te ha hechizado solapadamente. Peter O’Toole aporta a su interpretación toda la ambigüedad y hondura a su personaje, construido a base de hechos significativos y detalles. Cuando le ven apagar una vela con los dedos, alguien quiere repetirlo y se quema, y al preguntarle dónde está el truco, Lawrence responde: “el truco está en que no te importe el dolor”. Ya en compañía del impresionante Omar Shariff y los suyos, en pleno desierto, Lawrence vuelve sobre sus pasos para rescatar, de manera suicida, a un hombre que se ha caído de su camello y andará perdido en la arena, volviendo atrás a buscarle cuando los árabes le dan ya por desaparecido, y en cualquier caso lo aceptan porque para ellos todo está escrito. Él responde: “Nada está escrito”. Su manera de contemplar durante horas las dunas del desierto. Sus remotas miradas, hambrientas siempre de cruzar sus límites personales. 


El desierto aquí no sólo es el desierto es también el mar, es una fusión de agua y fuego, de mente y sentidos, de infinito y misterio. Así son sus imágenes. Recuerdo por ejemplo la escena (foto izda.) en la que se va acercando desde el horizonte un hombre en camello. Ese acercamiento tiene toda la magia de la aparición de lo desconocido, una imagen que se desdibuja y difumina en el aire tembloroso y enigmático del desierto, donde surgen espejismos y seres rebeldes, donde todo está vivo y se recuerda a los espíritus-genios que pueblan el desierto según la cultura árabe. Los sentimientos y emociones van reposando y van calando en el espectador sin que se dé cuenta, hasta que se encuentra atrapado en la historia subterránea que recorre esta peli, más allá de su historia aparente.
  

lunes, 2 de noviembre de 2015

'Mi vida sin mí' de Isabel Coixet

Por Tesa Vigal

La certeza de la muerte cercana transforma la vida volviéndola trascendente, plena y, sobre todo, cambiando la escala de valores y el orden de preferencia de acciones y decisiones. Colocando cada cosa en su lugar, desechando las inútiles, banales y secundarias. Es decir transformando la vida en una vida auténtica, en armonía con nuestro ser. Así es como tendríamos que vivir siempre, pero sólo ante momentos excepcionales como ciertas encrucijadas, o la proximidad de la muerte, se revela la importancia de lo irrepetible. Incluso en el supuesto de la reencarnación, cada vida actual es la única vida. 


Este es el sugerente tema, casi hipnótico por momentos, de la película de Coixet, alejado del melodrama y por tanto de lo superficial. Su protagonista, encarnada magníficamente por Sarah Polley, no vive su penosa circunstancia como una víctima, ni tampoco quiere colocar en ese papel a los seres queridos que dejará atrás. Se mira de frente, contempla por primera vez mira su vida con sus límites y sus posibilidades, lejos de la actitud automática que la llevó a ser madre adolescente.

Como en “Cosas que nunca te dije”, la historia rezuma liberación, lo cotidiano rescatado de su banal trampa gris, revelándose plena de sentido, de inevitable atmósfera poética con sus imágenes sobrias, exactas, apuntando siempre a nuevas sugerencias como en las muñecas rusas o las cajas chinas, una dentro de otra, con sus colores llamativos pero sencillos, nítidos pero sutiles, emocionales pero silenciosos. Una atmósfera melancólica que empapa como la lluvia, pero se desliza dulce y honda como las gotas que se reciben entregadamente, anheladas con alivio y recubiertas por un deseo que vuelven el instante cotidiano en algo extraordinario. 


Todos tendríamos que escribir en un cuaderno, como la protagonista, “cosas que hacer antes de morir”. Y luego realizarlas impecable e implacablemente, porque no habrá otra oportunidad de vivir nuestra vida.  Puede que descubramos que una actividad que considerábamos tonta o sin importancia se revele como fundamental e insustituible. Y al revés, cosas que juzgábamos de gran relieve se conviertan en cosas desechables y absurdas. ¿Cuánto tiempo nos ocupan? ¿Qué es lo que nos roban...?

La escena de la lavandería (escenario frecuente en las películas de Coixet) con el personaje conmovedor de Mark Ruffalo, lleno de vida que se le escapa a través de mínimos gestos, viendo dormir a la persona que acaba de conocer... Los silencios de esta película, medidos y pulidos como piedras preciosas, son todo menos vacíos. Están plagados de acción, absorbentes e ilimitados como el juguete de un niño. Y sin embargo todo en esta historia es sencillo. Mágicamente sencillo, saliéndose de sus límites de espacio y tiempo. Humildad, sobriedad, melancolía...