Por Tesa Vigal
La certeza de la muerte cercana transforma la vida volviéndola trascendente, plena y, sobre todo, cambiando la escala de valores y el orden de preferencia de acciones y decisiones. Colocando cada cosa en su lugar, desechando las inútiles, banales y secundarias. Es decir transformando la vida en una vida auténtica, en armonía con nuestro ser. Así es como tendríamos que vivir siempre, pero sólo ante momentos excepcionales como ciertas encrucijadas, o la proximidad de la muerte, se revela la importancia de lo irrepetible. Incluso en el supuesto de la reencarnación, cada vida actual es la única vida.
La certeza de la muerte cercana transforma la vida volviéndola trascendente, plena y, sobre todo, cambiando la escala de valores y el orden de preferencia de acciones y decisiones. Colocando cada cosa en su lugar, desechando las inútiles, banales y secundarias. Es decir transformando la vida en una vida auténtica, en armonía con nuestro ser. Así es como tendríamos que vivir siempre, pero sólo ante momentos excepcionales como ciertas encrucijadas, o la proximidad de la muerte, se revela la importancia de lo irrepetible. Incluso en el supuesto de la reencarnación, cada vida actual es la única vida.
Este es el sugerente tema,
casi hipnótico por momentos, de la película de Coixet, alejado del melodrama y
por tanto de lo superficial. Su protagonista, encarnada magníficamente por Sarah
Polley, no vive su penosa circunstancia como una víctima, ni tampoco quiere
colocar en ese papel a los seres queridos que dejará atrás. Se mira de frente, contempla
por primera vez mira su vida con sus límites y sus posibilidades, lejos de la
actitud automática que la llevó a ser madre adolescente.
Como en “Cosas que
nunca te dije”, la historia rezuma liberación, lo cotidiano rescatado de su banal trampa
gris, revelándose plena de sentido, de inevitable atmósfera poética con sus
imágenes sobrias, exactas, apuntando siempre a nuevas sugerencias como en las
muñecas rusas o las cajas chinas, una dentro de otra, con sus colores
llamativos pero sencillos, nítidos pero sutiles, emocionales pero silenciosos.
Una atmósfera melancólica que empapa como la lluvia, pero se desliza dulce y
honda como las gotas que se reciben entregadamente, anheladas con alivio y recubiertas
por un deseo que vuelven el instante cotidiano en algo extraordinario.
Todos tendríamos que
escribir en un cuaderno, como la protagonista, “cosas que hacer antes de
morir”. Y luego realizarlas impecable e implacablemente, porque no habrá otra
oportunidad de vivir nuestra vida. Puede
que descubramos que una actividad que considerábamos tonta o sin importancia se
revele como fundamental e insustituible. Y al revés, cosas que juzgábamos de
gran relieve se conviertan en cosas desechables y absurdas. ¿Cuánto tiempo nos
ocupan? ¿Qué es lo que nos roban...?
La escena de la
lavandería (escenario frecuente en las películas de Coixet) con el personaje
conmovedor de Mark Ruffalo, lleno de vida que se le escapa a través de mínimos
gestos, viendo dormir a la persona que acaba de conocer... Los silencios de
esta película, medidos y pulidos como piedras preciosas, son todo menos vacíos.
Están plagados de acción, absorbentes e ilimitados como el juguete de un niño.
Y sin embargo todo en esta historia es sencillo. Mágicamente sencillo,
saliéndose de sus límites de espacio y tiempo. Humildad, sobriedad,
melancolía...
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