Por Tesa Vigal
Para mí esta es una de mis pelis
favoritas de Coppola. Radicalmente romántica, es decir arrebatada, apasionada,
extraña en su más amplio sentido. Quizás por eso creo que es la que mejor
refleja la original y atormentada novela de Bram Stoker. Su tema creo que es el
alcance del amor, lo que une, y su contrario, que no es el odio, sino lo que
separa. “Diabólico” significa “separador”. Quizás también quien no acepta los
hechos, desgajándose de ellos. O el que es rebelde por desesperación. Cuando el
príncipe de los sueños es un desesperado es Drácula, el príncipe de las
tinieblas (Gary Oldman), y su maldición consiste en esa persecución devoradora
de la luz, del amor del que se ha separado... por amor... La contradicción es
el tormento, es la condena de todo muerto en vida, de todo suicida que pasa a
formar parte de los ángeles caídos. Ángeles precipitados al abismo como la
caída y muerte de la amada de Drácula, en el principio de la historia, al frío
foso del agua enloquecida.
Y él sigue sus pasos de
arrebatada rebeldía. No acepta la muerte de ella, no acepta su condenación como
suicida, no acepta las leyes del mundo que se niegan a enterrarla en tierra sagrada,
no acepta a un dios que condena eternamente y reniega de ese dios, y comparte
con ella las tinieblas infinitas y el vagar en la nada. La buscará “a través de océanos de tiempo”, en
palabras del propio vampiro, hasta volverla a encontrar. “¿Cree en el destino señor Harker?”, pregunta Drácula a uno de los
petimetres masculinos que rodean a las dos chicas. Y Jonathan Harker (un
desconocido Keanu Reeves) no tiene respuesta porque carece de ese tipo de
preguntas. Y cuando se trata de elegir entre Drácula y el tipo de hombre tibio,
de alma pequeña, cualquier alma grande elegirá mil veces al príncipe de las
tinieblas (afortunadamente no esa la única elección posible).
Este misterio que persigue a los seres
humanos desde su aparición en la tierra es el que obsesiona y enloquece a todos
los Van Helsin, a todos los “salvadores” que en nombre del “bien” quieren
destruir el “mal”. Ese es su error, porque destruyendo se alimenta el mal, y
así se le revela al final al perseguidor de Drácula, interpretado aquí por
Anthony Hopkins: “somos locos...Locos de
Dios... Todos nosotros”. Porque no existe nada, nada en la vida que no
pertenezca a la Vida y lleve, por lo tanto, su semilla de luz manifiesta o
invisible.
Mina, la protagonista femenina
protagonizada por Winona Ryder, lo sabe, siente que es por medio del amor que todo deja
escapar la luz que contiene. Y ella ama, libera, es la luz que enciende la
llama apagada, pero nunca consumida, puesto que la llama es eterna y sólo
existe el fuego. El fuego invisible o manifestado, pero siempre presente.
Cuando por vez primera se cruza
su mirada con la de Drácula, en las calles de Londres, ella reconoce esa
dimensión, algo que estaba ausente entre sus amigos y su novio, y responde a la
llamada hasta el final. Esa dimensión vuelve hipnóticas todas las escenas en
que los dos están solos, como en medio de una hoguera que acabará purificándolos
a través de las caricias al lobo, en esa escena tan erótica en que las manos
enguantadas de Drácula y Mina se rozan y entrecruzan sobre la piel blanca de la
fiera. A través de esa copa de absenta donde “vive una hada verde”, encontrándose sus ojos y sus labios en esa
copa llena de alcohol sacramental (gozo para Baudelaire), de barco navegando
más allá del tiempo, sellando el beso que está más lejos de cualquier posible
beso.
A través de esa apabullante escena de catarsis amorosa, cuando Mina sabiendo que se trata de un vampiro, se entrega a él a pesar de las palabras de Drácula: “No soy nada... En este cuerpo no hay vida... Te condenarás como yo a vagar eternamente”. Y ella elige el amor chupando su sangre en un abrazo extático vital, aún sabiendo que con ello ha sellado su muerte. Pero el amor abarca a la muerte con su abrazo misterioso, en una de las más apasionadas y voluptuosas escenas.
Y Tom Waits, el inclasificable
músico, interpretando al inquietante esbirro comedor de insectos. Y esos
torbellinos de luz azulada que conducen al umbral del castillo, y esas sombras
alargadas, esas voces susurrantes y magnéticas de vampiras envolventes... Las
tormentas de nieve luchando contra el sol poniente, las nubes majestuosas que
encierran poder y miradas... El ritmo vertiginoso de toda la historia fundido
con lo onírico, revelando un mundo épico de acción frenética y sueños, pasión
desencadenada y la auténtica gloria de un cantar de gestas medieval. Porque la gloria
no contiene poder sino libertad.