miércoles, 29 de julio de 2015

'Drácula' de Coppola

Por Tesa Vigal

Para mí esta es una de mis pelis favoritas de Coppola. Radicalmente romántica, es decir arrebatada, apasionada, extraña en su más amplio sentido. Quizás por eso creo que es la que mejor refleja la original y atormentada novela de Bram Stoker. Su tema creo que es el alcance del amor, lo que une, y su contrario, que no es el odio, sino lo que separa. “Diabólico” significa “separador”. Quizás también quien no acepta los hechos, desgajándose de ellos. O el que es rebelde por desesperación. Cuando el príncipe de los sueños es un desesperado es Drácula, el príncipe de las tinieblas (Gary Oldman), y su maldición consiste en esa persecución devoradora de la luz, del amor del que se ha separado... por amor... La contradicción es el tormento, es la condena de todo muerto en vida, de todo suicida que pasa a formar parte de los ángeles caídos. Ángeles precipitados al abismo como la caída y muerte de la amada de Drácula, en el principio de la historia, al frío foso del agua enloquecida.


Y él sigue sus pasos de arrebatada rebeldía. No acepta la muerte de ella, no acepta su condenación como suicida, no acepta las leyes del mundo que se niegan a enterrarla en tierra sagrada, no acepta a un dios que condena eternamente y reniega de ese dios, y comparte con ella las tinieblas infinitas y el vagar en la nada. La buscará “a través de océanos de tiempo”, en palabras del propio vampiro, hasta volverla a encontrar. “¿Cree en el destino señor Harker?”, pregunta Drácula a uno de los petimetres masculinos que rodean a las dos chicas. Y Jonathan Harker (un desconocido Keanu Reeves) no tiene respuesta porque carece de ese tipo de preguntas. Y cuando se trata de elegir entre Drácula y el tipo de hombre tibio, de alma pequeña, cualquier alma grande elegirá mil veces al príncipe de las tinieblas (afortunadamente no esa la única elección posible).

Porque la luz, el bien, jamás puede ser templado ni superficial ni, por tanto, moralista. La luz es honda, implacable y fascinante como las tinieblas, pero libre al contrario que éstas. De ahí que haya algunos humanos hipnotizados por el “mal”, escasos hombres luminosos, muchos tontos tenidos por buenos y legión de tibios a los que asusta por igual la luz y las tinieblas, porque de lo que huyen es de la dimensión más profundamente enterrada, más abismal y misteriosa, cuna del fuego místico, del amor y los poetas (¿dónde estás Rimbaud?).



Este misterio que persigue a los seres humanos desde su aparición en la tierra es el que obsesiona y enloquece a todos los Van Helsin, a todos los “salvadores” que en nombre del “bien” quieren destruir el “mal”. Ese es su error, porque destruyendo se alimenta el mal, y así se le revela al final al perseguidor de Drácula, interpretado aquí por Anthony Hopkins: “somos locos...Locos de Dios... Todos nosotros”. Porque no existe nada, nada en la vida que no pertenezca a la Vida y lleve, por lo tanto, su semilla de luz manifiesta o invisible.

Mina, la protagonista femenina protagonizada por Winona Ryder, lo sabe,  siente que es por medio del amor que todo deja escapar la luz que contiene. Y ella ama, libera, es la luz que enciende la llama apagada, pero nunca consumida, puesto que la llama es eterna y sólo existe el fuego. El fuego invisible o manifestado, pero siempre presente.


Cuando por vez primera se cruza su mirada con la de Drácula, en las calles de Londres, ella reconoce esa dimensión, algo que estaba ausente entre sus amigos y su novio, y responde a la llamada hasta el final. Esa dimensión vuelve hipnóticas todas las escenas en que los dos están solos, como en medio de una hoguera que acabará purificándolos a través de las caricias al lobo, en esa escena tan erótica en que las manos enguantadas de Drácula y Mina se rozan y entrecruzan sobre la piel blanca de la fiera. A través de esa copa de absenta donde “vive una hada verde”, encontrándose sus ojos y sus labios en esa copa llena de alcohol sacramental (gozo para Baudelaire), de barco navegando más allá del tiempo, sellando el beso que está más lejos de cualquier posible beso.

A través de esa apabullante escena de catarsis amorosa, cuando Mina sabiendo que se trata de un vampiro, se entrega a él a pesar de las palabras de Drácula: “No soy nada... En este cuerpo no hay vida... Te condenarás como yo a vagar eternamente”. Y ella elige el amor chupando su sangre en un abrazo extático vital, aún sabiendo que con ello ha sellado su muerte. Pero el amor abarca a la muerte con su abrazo misterioso, en una de las más apasionadas y voluptuosas escenas.

Y Tom Waits, el inclasificable músico, interpretando al inquietante esbirro comedor de insectos. Y esos torbellinos de luz azulada que conducen al umbral del castillo, y esas sombras alargadas, esas voces susurrantes y magnéticas de vampiras envolventes... Las tormentas de nieve luchando contra el sol poniente, las nubes majestuosas que encierran poder y miradas... El ritmo vertiginoso de toda la historia fundido con lo onírico, revelando un mundo épico de acción frenética y sueños, pasión desencadenada y la auténtica gloria de un cantar de gestas medieval. Porque la gloria no contiene poder sino libertad.
 


2 comentarios:

  1. Muy interesante reseña compañera

    La henryteca estuvo aquí :D

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  2. Es una película colosal. Es cine del mejor. Cada vez que la veo me gusta más. Desde el montaje y la transición de escenas, hasta la fabulosa historia de amor entre Mina (Elisabeta) y Drácula que no está en la novela, pero mejora la historia; pasando por los actores, los efectos visuales artesanales (http://vashivisuals.com/best-feature-film-with-no-cgi-bram-stokers-dracula-francis-ford-coppola) y la música. El vestuario es fabuloso. Me gustan mucho las escenas eróticas-terroríficas entre Lucy y Drácula.
    Una joya.

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