sábado, 8 de noviembre de 2014

La meta es el camino: 'carretera asfaltada en dos direcciones' de Monte Hellman

Por Tesa Vigal

Hace poco volví a ver ‘Two-Lane blacktop’, de Monte Hellman (aquí traducida como “Carretera asfaltada en dos direcciones”). Mi primer contacto con ella fue a principios de los 80 y, como me pasa con todo lo memorable que leo o veo, la impresión emotiva sigue ahí, igual de turbadora, aunque con el tiempo pueda llegar a olvidar su trama. 


Íntima película existencial porque se pregunta sobre la naturaleza y el sentido de la vida, a través de los hechos cotidianos de tres personas reunidas por el azar o el destino (si es que ambas cosas son diferentes formas de nombrar a la moneda misteriosa del universo). Personajes inusuales en la actualidad, sobre todo el de la chica que va haciendo dedo por las carreteras que surjan, aunque frecuentes en los años 70 de la contracultura, momento en que sucede la historia. Por eso su origen y su desarrollo es un viaje, pero a diferencia de otras muchas historias de carretera, este viaje no tiene motivo conocido ni meta clara, ni siquiera dirección concreta. Y así es como sucede en muchas vidas humanas de cualquier época y lugar. Es un viaje a ninguna parte y a cualquiera. Y el misterio, inevitable e incómodo, del recorrido impregna a los propios personajes. En realidad no se sabe nada de ellos, ni siquiera sus nombres (se llaman entre ellos por enigmáticas iniciales, o incluso por su “papel” en el viaje: “conductor”, driver, uno de ellos, protagonizado por el músico James Taylor. Él es el único que salió indemne de esta película, ya que tanto el batería de los Beach boys, Dennis Wilson, como la chica, Laurie Bird, tuvieron muertes tempranas peliculeras. Ella, se suicidó a los 26 años y el batería del mítico grupo californiano se ahogó en el mar, a los 39 años. 


La interpretación de los tres es perfecta y armónica con la propia historia. Una interpretación sobria, poéticamente seca, que apunta directamente a la naturaleza incomunicativa de la mayoría de las relaciones humanas, en las que todo se calla, o se elude, o se malinterpreta. Porque lo que da más miedo es tomar consciencia de nuestra propia vida y su consecuencia temible: la libertad.

A diferencia de otras películas calladas, ésta tiene acción (incluso la desaforada propia de las carreras de coches clandestinas), pero el silencio es el rey que todo lo empapa. Y cuando el silencio acompaña a un viaje en coche adquiere matices turbadores, que perfilan ásperamente un relieve inusitado en todo lo callado, en cada gesto y cada vacío. Aquí, en esta historia todo es una constante alusión. un malestar de fondo al que no se sabe poner solución, ni siquiera intentarlo.

Pero existe una diferencia sutil entre sus personajes que llega a ser decisiva. La chica aporta claridad rotunda en sus acciones, aunque el resto de sus facetas expresivas quede igualmente sin comunicar. Ella hace dedo y se suma al viaje sin rumbo del 'mecánico' y el 'conductor', durante un tiempo. Y  les deja después, bajándose irreversiblemente de su coche y de su vida. Actúa, reconoce, observa, revela lentamente, espera la respuesta y decide. 


El personaje del mecánico (Dennis Wilson), refleja inconscientemente el vacío resignado. En el conductor respira la sensibilidad, aunque asfixiada por el miedo a la expresión. Y ambos, en definitiva, acaban por elegir sólo sobrevivir, o lo que es lo mismo, vivir para nada. Morir lentamente.

Los tres acaban reunidos durante corto tiempo por la insatisfacción inquieta, que desemboca en pasividad, o ruptura. Y precisamente por eso, por su ausencia, hay momentos en esta historia donde destaca la plenitud del amor o el juego, y en ellos sobrevuela la sed de comunicación plena y álgida, que una y otra vez permanece aquí oculta, subterránea, cercenada.

En mí evoca la plenitud vital de la infancia, o los momentos adultos en que se logra una entrega rotunda al presente, cuando lo que se siente no se reparte con el futuro. “Es”, y luego desaparece suavemente porque se ha puesto todo sobre la mesa. Por eso, y sólo en ese tipo de momentos excepcionales, no queda resaca, no se mira atrás.

Pero luego caes en la trampa de querer el amor en vez de vivirlo, impidiendo que surja, evitando elegir y, en medio de laberintos de miedos y de ideas cruzadas te vuelves impotente vital o adicto a las rutinas. A mí, al menos, me cuesta bastante salir de esa trampa, tanto como al personaje del mecánico y el conductor salir de su aparente vida nómada que, en realidad, es una absurda costumbre aunque de apariencia inusual.

Me quedo con la melancólica libertad de la chica. Tampoco es garantía de nada, pero mientras tanto quizás se roza con la punta de los dedos una vida con sentido.  

Recomiendo un interesante comentario sobre la película en la revista Miradas de cine nº 41, dossier años 70:


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