Por Tesa Vigal
Hace poco volví a ver ‘Two-Lane blacktop’, de Monte Hellman (aquí traducida como “Carretera asfaltada en dos direcciones”). Mi primer contacto con ella fue a principios de los 80 y, como me pasa con todo lo memorable que leo o veo, la impresión emotiva sigue ahí, igual de turbadora, aunque con el tiempo pueda llegar a olvidar su trama.
Hace poco volví a ver ‘Two-Lane blacktop’, de Monte Hellman (aquí traducida como “Carretera asfaltada en dos direcciones”). Mi primer contacto con ella fue a principios de los 80 y, como me pasa con todo lo memorable que leo o veo, la impresión emotiva sigue ahí, igual de turbadora, aunque con el tiempo pueda llegar a olvidar su trama.
Íntima
película existencial porque se pregunta sobre la naturaleza y el sentido de la vida,
a través de los hechos cotidianos de tres personas reunidas por el azar o el
destino (si es que ambas cosas son diferentes formas de nombrar a la moneda
misteriosa del universo). Personajes inusuales en la actualidad, sobre todo el
de la chica que va haciendo dedo por las carreteras que surjan, aunque
frecuentes en los años 70 de la contracultura, momento en que sucede la
historia. Por eso su origen y su desarrollo es un viaje, pero a diferencia de
otras muchas historias de carretera, este viaje no tiene motivo conocido ni
meta clara, ni siquiera dirección concreta. Y así es como sucede en muchas
vidas humanas de cualquier época y lugar. Es un viaje a ninguna parte y a
cualquiera. Y el misterio, inevitable e incómodo, del recorrido impregna a los
propios personajes. En realidad no se sabe nada de ellos, ni siquiera sus
nombres (se llaman entre ellos por enigmáticas iniciales, o incluso por su
“papel” en el viaje: “conductor”, driver, uno de ellos, protagonizado por el
músico James Taylor. Él es el único que salió indemne de esta película, ya que
tanto el batería de los Beach boys, Dennis Wilson, como la chica, Laurie Bird,
tuvieron muertes tempranas peliculeras. Ella, se suicidó a los 26 años y el
batería del mítico grupo californiano se ahogó en el mar, a los 39 años.
La interpretación de los tres
es perfecta y armónica con la propia historia. Una interpretación sobria,
poéticamente seca, que apunta directamente a la naturaleza incomunicativa de la
mayoría de las relaciones humanas, en las que todo se calla, o se elude, o se
malinterpreta. Porque lo que da más miedo es tomar consciencia de nuestra
propia vida y su consecuencia temible: la libertad.
A diferencia de otras
películas calladas, ésta tiene acción (incluso la desaforada propia de las
carreras de coches clandestinas), pero el silencio es el rey que todo lo
empapa. Y cuando el silencio acompaña a un viaje en coche adquiere matices
turbadores, que perfilan ásperamente un relieve inusitado en todo lo callado,
en cada gesto y cada vacío. Aquí, en esta historia todo es una constante
alusión. un malestar de fondo al que no se sabe poner solución, ni siquiera
intentarlo.
Pero existe una diferencia
sutil entre sus personajes que llega a ser decisiva. La chica aporta claridad
rotunda en sus acciones, aunque el resto de sus facetas expresivas quede
igualmente sin comunicar. Ella hace dedo y se suma al viaje sin rumbo del
'mecánico' y el 'conductor', durante un tiempo. Y les deja después, bajándose irreversiblemente
de su coche y de su vida. Actúa, reconoce, observa, revela lentamente, espera
la respuesta y decide.
El personaje del mecánico
(Dennis Wilson), refleja inconscientemente el vacío resignado. En el conductor
respira la sensibilidad, aunque asfixiada por el miedo a la expresión. Y ambos,
en definitiva, acaban por elegir sólo sobrevivir, o lo que es lo mismo, vivir
para nada. Morir lentamente.
Los tres acaban reunidos
durante corto tiempo por la insatisfacción inquieta, que desemboca en pasividad,
o ruptura. Y precisamente por eso, por su ausencia, hay momentos en esta
historia donde destaca la plenitud del amor o el juego, y en ellos sobrevuela
la sed de comunicación plena y álgida, que una y otra vez permanece aquí
oculta, subterránea, cercenada.
En mí evoca la plenitud vital
de la infancia, o los momentos adultos en que se logra una entrega rotunda al
presente, cuando lo que se siente no se reparte con el futuro. “Es”, y luego
desaparece suavemente porque se ha puesto todo sobre la mesa. Por eso, y sólo
en ese tipo de momentos excepcionales, no queda resaca, no se mira atrás.
Pero
luego caes en la trampa de querer el amor en vez de vivirlo, impidiendo que surja,
evitando elegir y, en medio de laberintos de miedos y de ideas cruzadas te vuelves
impotente vital o adicto a las rutinas. A mí, al menos, me cuesta bastante
salir de esa trampa, tanto como al personaje del mecánico y el conductor salir
de su aparente vida nómada que, en realidad, es una absurda costumbre aunque de
apariencia inusual.
Me quedo con la melancólica
libertad de la chica. Tampoco es garantía de nada, pero mientras tanto quizás se
roza con la punta de los dedos una vida con sentido.
Recomiendo un interesante
comentario sobre la película en la revista Miradas de cine nº 41, dossier años
70:
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