Por Tesa Vigal
Una ciudad naciendo desde cero, y unas relaciones afectivas también planteándose desde cero. Cómo pueden ser, qué son y qué implican, más allá de las convenciones imperantes, en ausencia de la supuesta seguridad que ofrecen y de su efecto culpable. Y una vez cuestionadas las convenciones, enfrentarse a la esencia afectiva, con toda la complejidad laberíntica del ser humano.
Una ciudad naciendo desde cero, y unas relaciones afectivas también planteándose desde cero. Cómo pueden ser, qué son y qué implican, más allá de las convenciones imperantes, en ausencia de la supuesta seguridad que ofrecen y de su efecto culpable. Y una vez cuestionadas las convenciones, enfrentarse a la esencia afectiva, con toda la complejidad laberíntica del ser humano.
Una mujer, que antes
fue una de las dos esposas de un mormón, entabla relaciones amorosas con dos hombres del campamento de buscadores de oro, a donde
llega. El resto, como diría un blues, es seguir el hilo de su corazón. Queremos de manera distinta a cada persona que queremos, porque somos diferentes. Algo natural que, en ocasiones, puede llegar a crear una situación de afectos complementarios, rechazada por la sociedad. Cuando
los dos hombres implicados le piden que elija entre ellos, ella se niega porque
afirma que les quiere a los dos. Así comienza una encantadora, sugerente y
anticonvencional historia de amor a tres bandas, consentida y disfrutada por
los tres, con los “maridos” turnándose en la cama de su mujer, hasta que la
llegada de colonos más conservadores y religiosos acaba con esa situación
idílica. Bajo su influencia, ella se ve arrastrada a elegir, haciendo suya la
actitud de los conservadores como si no hubiera más remedio, transmitiendo una
turbada melancolía. ¿De verdad es imposible? ¿O sus obstáculos son, a su vez,
productos culturales?
Si las películas del
oeste hablan, básica e indirectamente, del origen de la moral y las leyes, del
principio social que aglutina la convivencia de las personas, de ese lugar
fuente, fronterizo, en el que los seres humanos se encuentran solos frente a sí
mismos y frente a los demás, ‘La leyenda de la ciudad sin nombre’ (por una vez
el título con el que se exhibió en España me parece más apropiado y sugerente
que el original en inglés: ‘Paint your wagon’) lo hace doblemente, porque trata
el tema de manera directa, esa es una de sus peculiaridades.
En ausencia de leyes
exteriores se está frente a uno mismo, puede escucharse a nuestro corazón,
descubrir quiénes somos y cuáles son nuestros valores. O puede no hacerse,
porque el cara a cara implica libertad y la libertad da mucho miedo, supone
además aceptar las consecuencias de nuestras decisiones y, por tanto, impide
echar balones fuera y culpar al exterior. Además, mirarse a uno mismo es un
reto. Pueden derrumbarse imágenes personales, personajes con los que
caminábamos, con más o menos convicción, para buscar una falsa seguridad, o
directamente algún refugio. En esta historia, la relación a tres bandas fracasa por la contradicción culpable de ella, influida por la moral de los granjeros puritanos que no concibe más relación afectiva que la establecida por la religión, y por la actitud de uno de los hombres basada en la propiedad. Cuando en un momento dado reconoce que siempre sintió que ella pertenecía al otro y, en el fondo, no podía compartirla. Y este es, para mí, uno de los temas más fascinantes y laberínticos porque apuntan a la esencia de las relaciones amorosas. Si su base es la libertad y sus elecciones, sería incompatible relacionarse con una persona sintiéndonos propietarios de ella. Nadie es propiedad de nadie, el afecto es libre o no existe, por lo tanto el tema de los celos ¿no sería más bien una cuestión de inseguridad, de orgullo...? Porque aquí se vuelve a rozar el hecho de que no puede quererse a nadie de la misma manera, por lo tanto, nadie puede quitar "el sitio" a nadie. Incluso ese término apunta al deseo, tan humano, de que nos quieran, pero eso nunca puede estar bajo ninguna obligación. Creo que la obligación y el amor son incompatibles.
Lo de menos es que
tenga algo del género musical, aunque algunas canciones me sobran, pero contiene una tan maravillosa como la de “Estrella errante”, cantada, susurrada, con la voz rota de Lee Marvin. Las canciones, aún así, no rompen la trama ni el rimo
de la historia. La complementan de manera enriquecedora y son secundarias en
ella. Me quedo con algunas de las letras, apuntando a la libertad del viento. Y una frase de Lee Marvin, cuando alguien le dice que hay gente que se va y otros que se quedan. Él opina que más bien hay gente que va a alguna parte y otros que no van a ninguna.
Tres protagonistas con
carisma de la talla de un joven Clint Eatswood (El socio, de quien no se conoce el nombre hasta el final), Lee Marvin y la inolvidable
protagonista de “Al final de la escapada” de Godard, Jean Seberg. Una de esas
historias rompedoras propia de la década de los 60 y 70. Sin ir más lejos,
Truffaut contó una historia semejante de amor a tres bandas, aunque con
desenlace dramático: “’Jules et Jim’, de la que también he hablado en este
blog. No es una peli redonda sino desigual y, sin embargo, tiene para mí un atractivo
irresistible. Porque dan ganas de completarla y continuar metido en ella. Con
esos jinetes cabalgando por ahí, a la aventura, y fundando una ciudad sin
nombre ni ley.
Especial por su
infinita nostalgia de una posible edad de oro siempre amenazada y siempre
latente.
El paso de una
situación libre a otra castradora, malamente civilizada, viene dada por el
contraste entre la escena en que ella paseando por el pueblo responde sonriente
al saludo de un vecino: “¿Qué tal sus maridos?”, y la llegada de los colonos
conservadores, que llegan arrastrando sus dogmas sociales. Les acogen
temporalmente en su casa y, claro, las miradas sospechosas y sin comprender la
presencia de dos hombres en la casa, afectan su libre relación a tres, obligándolos
a fingir que sólo uno de ellos es el marido.
Como los nuevos
pobladores han venido para quedarse, tiene que acabar definitivamente su libre,
afectivo amor. Y me sentí triste, como los otros dos, cuando uno de ellos opta por dejar el pueblo. No sólo porque se va uno de los tres,
sino porque supone el final de un sueño de libertad, de un afecto y sexo
inocentes, sin etiquetas. Y te pones a soñar con todo eso y, aunque no soñaras,
seguiría calándote su huella abundante, deliciosa, sugerente, libre, escurridiza.
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