domingo, 28 de febrero de 2016

Bonnie and Clyde de Arthur Penn


Por Tesa Vigal

'Bonnie and Clyde' es una película con un especial atractivo que se desprende de la peculiar historia de sus protagonistas, de sus actores (Faye Dunaway y Warren Beatty) y de sus magnéticas imágenes, tan sugerentes como la escena en que ella deambula desnuda por su habitación, sabiendo que la vida que está viviendo no es la suya, como un indómito ser enjaulado esperando su momento, su sitio. O tan potentes como la del coche avanzando en el silencio de la carretera desierta, camino de la trampa en la que será acribillado a balazos, con los cuerpos de sus ocupantes oscilando violentamente con los impactos rabiosos, de interminables disparos, como peleles de trapo. 

La película se abre con las fotos de los años 30 de los personajes reales, con su tono amarillento, sucio, seco. Luego, un primer plano de los labios de Bonnie caminando en su habitación, golpeando con la mano los barrotes de la cama, otro primer plano de sus ojos, su mirada aburrida, anhelante, dispuesta... Se asoma a la ventana y ve a un chico rondando el coche de su madre, aparcado en la calle, y en el breve intercambio de palabras se produce un reconocimiento difuso pero certero, aún en el aire. Ella se viste y baja a la calle para reunirse con él, y ya no se separarán. Más que dos chicos que se conocen, parecen dos respuestas a sus preguntas vitales: ¿Cómo y cuándo voy a apartarme de todo esto?

Los dos piden a la vida más de lo que la vida ofrece. Por eso, no serán simples ladrones de bancos, el dinero es secundario, lo importante es vivir de otra manera, apenas con referencias, aunque implique una forma de vida más que peligrosa, sin salida. Clyde le advierte que: "No tendrás un minuto de paz". Y ella responde: "¿Me lo prometes?". Hay en esa elección algo desesperado, como si contuviera una apuesta irreversible y también un toque inocente, trágico, armonizando con la época de la gran depresión pero más allá de ella. Cuando se encuentran con unos campesinos a los que el banco acaba de dejar sin casa, se presentan diciendo sus nombres y añadiendo: "atracamos bancos". 

A la pareja se unen el hermano de Clyde (el gran Gene Hackman) y un entrañable chaval de una gasolinera, aún más inocente que ellos. Ninguno piensa ¿para qué? Saben que todo lo racional y sensato es opuesto a su actitud. Incluso Bonnie lo reconoce en el poema sobre su vida, que publican en los periódicos, un poema melancólico, conmovedora mezcla de 

ingenuidad y lucidez. Y ellos siguen tratando de dejar claras las cosas, como en un atraco en el que preguntan a un campesino si el dinero que tiene en las manos es suyo o del banco: "Quédese con él".

Sólo que en su vida casi nada es claro, sino laberíntico. Como la propia relación amorosa de la pareja, basada en una profunda conexión que tropieza con el miedo de Clyde a la hora de acostarse juntos. Pero ella lo sabe, entiende, y cuando él se va a disculpar tras uno de sus tensos abrazos, sobre una cama tan revuelta como sus emociones, ella reconoce que le importa, pero le da igual. Ella no está con él para eso, aunque le gustaría un montón incluirlo. Por eso es conmovedor el momento en que al fin, poco antes de morir, se acuestan en un improvisado campo de trigo, y así parecen completar su relación y su vida sólo durará ya un poco más.

Delirante la escena en que dan la vuelta con el coche recién robado, para recoger a sus dueños, una pareja de novios con los que prosiguen unos cuantos kilómetros, como si quisieran acoger con ellos cualquier encrucijada. Y empapada de melancolía la escena en que se reúnen con su familia en una merienda en el campo, al aire libre porque su casa estará vigilada, en una tarde dorada, salpicada de silencios, sonrisas leves, bocadillos para los niños jugando, y la lucidez de su madre dando a su hija por perdida. Nada de sueños, tienen que seguir huyendo. Hasta el final.