domingo, 7 de junio de 2015

'Match Point' de Woody Allen

Por Tesa Vigal

Dejando claro algo obvio, que algunos parecen olvidar, como es el hecho de que Woody Allen es un ser humano sujeto por tanto a irregularidades, altibajos, o repeticiones, ‘Match Point’ (una de sus pocas películas dramáticas) me volvió a transmitir la impresión de algo redondo, potente, intenso, turbador. Y no sólo porque habla de temas inquietantes como el misterio de eso que unos llaman suerte, otros llaman azar y otros destino. Del camino posesivo y devastador de algunas pasiones. Del poder autodestructivo de las decisiones “sensatas”, en este caso la elección de pareja. Sino además por la sobriedad implacable con la que se va desarrollando la historia, que apunta de alguna forma al enigma inconsciente que dirige nuestras vidas; sin juzgar.


La poderosa interpretación de Jonathan Rhys Meyers traspasa con su aliento ambivalente, acariciando la contradicción de sus deseos. Porque no sólo es un trepa, es un apasionado jugador arrastrado por sus emociones.

También es una historia sobre esos ríos en los que a veces caemos y entonces comienza un periodo de dejarnos llevar, sin aparente elección, cuando parece que los dioses nos han elegido como juguete pasajero de sus misteriosas energías. Como en esa escena en el museo, cuando los dos protagonistas vuelven a encontrarse, por casualidad, y él no puede evitar repetir su murmullo pidiéndola un teléfono, una forma de volver a verse, a pesar de la cercanía de su mujer. Un murmullo apremiante, incontrolable, rezumando destino. Sin pensar en las consecuencias. Curiosamente, igual que en su decisión final de sentido contrario, cuando decide apartarla de su vida con idéntica desesperación, aún más peligrosa.


Dos perdedores que se conocen en un escenario, ajeno, de la alta sociedad, a punto de tomar cada uno sendos caminos diferentes. Hacia arriba y hacia abajo, respectivamente, por intermedio de otras personas que jugarán un papel decisivo, aunque ocupen un papel secundario en sus vidas. Esas personas, el novio de ella, la mujer de él, añaden la triste adaptación a lo cotidiano, la ignorancia de lo que sucede a su alrededor por no querer mirarlo, en realidad por no querer sentir ni conocer de verdad a sus parejas, prefiriendo vivir en una tibieza cobarde en la que finalmente caerá también el protagonista.

Tras su decisión viene esa escena de sombras desoladas en la cocina, cuando se siente rodeado, casi cercado por el silencio espeso de la madrugada. Donde la constatación es melancolía y el sarcasmo una tentativa de sonrisa apaciguadora. Cuando recibe la visita de dos de sus fantasmas, admitiendo con equívoca resignación que a partir de entonces tendrá que convivir con ellos.

Y una tristeza impotente va calando hondo, como la lluvia de Londres donde sucede la historia. Como la lluvia torrencial en la que camina ella (Scarlett Johansson) después de haber recibido el rechazo de la madre de su novio, sintiéndose más que nunca una ‘extranjera’ por seguir persiguiendo sus sueños. Una lluvia ácida. Y como el título de una vieja canción de la Creedence: “Who’ll stop the rain”.