domingo, 28 de diciembre de 2014

'Perdición' : La joya negra de Willy Wilder


Por Tesa Vigal 

Se trata de 'Perdición (Double indemnity). Billy Wilder tocó muchos géneros, aunque se le conoce por las comedias. Esta es su película de cine negro y resulta ser la quintaesencia del género. La historia comienza en mitad de una acción. Un coche, haciendo eses y a gran velocidad, aparca en la acera de una calle nocturna y de él se baja un hombre herido que entra en un edificio, en un despacho, y allí cuenta lo que le ha pasado, grabándolo en un magnetófono. Es su voz en off (tan denigrada en el cine, aunque a mí me parece fascinante cuando tiene sentido) la que pone aquí un aire intimista e irrevocable, que contribuye mucho a su atmósfera densa, turbia. Además la historia es un flash back, sabemos cómo va a acabar y, sin embargo, no importa. Lo que importa es saber, vivir, cómo ha sucedido todo. No hay lugar, por lo tanto, para destripar finales. 


Contiene frases que remarcan el olor a destino de la historia, entre las que destacan no sólo el muy especial diálogo de la escena final (de la que luego hablaremos), sino pequeñas puntualizaciones cotidianas como por ejemplo: “me tomé una cerveza, que era lo que realmente me apetecía, para quitarme el sabor amargo de su té”. O: “creí que eras más listo pero sólo eres más alto”. 

La presencia rotunda de Edgar G. Robinson como contrapunto irónico a la pareja protagonista, sobre la que confluyen las líneas sombrías de la vida. La limpieza de una amistad y el agujero negro de ciertas relaciones amorosas. Esas historias en las que a veces se embarca la gente para llegar con ellas hasta el final, como un vuelo misterioso hacia la salida, a sabiendas de su peligrosa dirección y su descontrolado movimiento. Borrachera de la entrega, vuelo alto y suicida, deseo de cruzar los límites cotidianos, emociones al rojo, más al rojo por ser clandestinas. Tristeza enervante y caliente, como el clima de California donde todos parecen nadar como pueden al compás de sus sueños, casi siempre en compañía de su coche y su pistola.


La inquietante escena de asesinato, porque convierte en cómplice al espectador por dos razones. Mientras sucede, fuera de escena, vemos la expresión pasiva de la cómplice-testigo. A continuación el espectador se angustia con los asesinos cuando el coche no arranca.



Y la asombrosa estela de envolvente oscuridad que va dejando tras de sí su protagonista Barbara Stanwyck. Ese tono susurrante al decirle a su amante: “¿recuerdas…?”, cuando éste flaquea y está a punto de renunciar al dinero en la escena del supermercado donde se encuentran clandestinamente, mientras ella se baja despacio las gafas de sol para mirarle a los ojos. En esa frase está contenido el motivo real que les ha unido, más allá del pretexto del dinero, esa aventura hasta el final, esa apuesta mantenida pase lo que pase.


El guión es del propio Billy Wilder junto al gran escritor Chandler, adaptando una novela corta de James M. cain. Y a pesar de sus discusiones a los largo de su escritura, estuvieron de acuerdo para otra escena cuya intensidad hace olvidar el detalle cotidiano de una puerta que se abre en sentido contrario a lo usual. Nadie se fija en ella mientras ve la película. Es la puerta del apartamento del protagonista, que se abre hacia el pasillo, en lugar de hacia el interior de la casa, para permitir mantener en secreto la visita de su amante y compañera en el crimen, escondida tras esa puerta, mientras la inesperada visita del compañero de trabajo, Edgar G. Robinson, que investiga el caso, habla con el protagonista en el pasillo junto al ascensor.


Precisamente otro elemento turbador es la estrecha amistad entre un asesino protagonista y el buen hombre que investiga el crimen, sin saber que es el crimen de su amigo, Fred MacMurray, quien a lo largo de la historia siempre le da fuego a su amigo Edgar G. Robinson. Y en su memorable escena final, se vuelven las tornas. Es Robinson quien se saca una cerilla del bolsillo para encenderle el último cigarrillo a su amigo moribundo. Y surge uno de los diálogos más sutiles y emotivos. El que se está desangrando, a punto de morir, le comenta al otro que no pudo darse cuenta de nada porque le tenía demasiado cerca, al otro lado de la mesa. El otro sólo responde: “Más cerca” .


sábado, 20 de diciembre de 2014

'Abre los ojos' de Amenábar


Por Tesa Vigal

De 1997. Segunda peli de Amenábar. Los actores: Eduardo Noriega, Penélope Cruz, Najwa Nimri, Fele Martínez, Chete Lera. Amenábar recalcaba, en las entrevistas sobre la película, una de las primeras imágenes: La Gran Vía de Madrid desierta a las 10 de la mañana y un chico que acaba de salir a la calle en su coche, contemplándola atónito y turbado hasta que el miedo le hace salir del coche y correr ante esa anomalía, más inquietante aún por ser algo posible y sin embargo absolutamente insólito. Tan extraño que huele a trascendente: algo ha debido pasar. Y lo que es peor, algo está pasando. Fuera, en el mundo exterior, o dentro. Puede que sea cosa de su percepción… Y además está completamente solo. Nadie a quien preguntar, con quien contrastar lo que percibe. 


Es una escena clave por condensar el eje central de la historia. Su tema principal. Aunque también lo hace la escena con la que se abre la película: una voz susurra “Abre los ojos” repetidamente y en la oscuridad. Hasta que una mano apaga el despertador y su mensaje grabado y un chico se despierta. El mismo que saldrá a continuación a la calle desierta. Pero también el mismo que a continuación está hablando con un psiquiatra contándole el sueño de la calle solitaria, tras despertarse de nuevo, oyendo idéntico mensaje en el contestador… Se ha despertado dos veces. Ha actuado en sueños y ha actuado en la vigilia. Pero ¿cuál es cuál?

Además no sólo aparecen en esta historia las experiencias vividas en sueños y en la vigilia, sino también en otra tercera realidad paralela, virtual en este caso, producidas supuestamente por una empresa dedicada ¿a qué en realidad? 


Y las apariencias. No sólo en las facetas con las que nos relacionamos con el mundo, sino el aspecto físico, la “cara” con la que nos presentamos a veces contradictoria, a veces complementaria, a veces una pesadilla, como la cara monstruosa producto de un accidente… El protagonista pasa de triunfador a perdedor, y no uno cualquiera sino un monstruo condenado al aislamiento y al rechazo social.

También hay dos chicas con diferentes nombres, que en un momento dado tienen el mismo. Y momentos ya vividos. Identidades que se derrumban y se crean. La identidad, ese tema que le fascina a Amenábar y que está presente en todas sus películas, más o menos directamente. “¿Quiénes sois?”, pregunta el protagonista en la escena final. Y otro personaje le dice en otra escena “a lo mejor no te gustaría la verdad”.

La historia responde a esas preguntas, pero de una manera tan inquietante y ambigua, que ese es precisamente el enorme caudal sugerente con el que te quedas mientras la ves, y al acabar de verla.

Es de esas películas que te atrapan por completo, casi hipnotizándote, o bien te deja fuera y no la soportas. A mí me fascinó. Me parece la mejor película de Amenábar, por ser la más personal quizás.
       




viernes, 12 de diciembre de 2014

'El buscavidas' (the hustler) de Robert Rossen: la falacia de ganar o perder

Por Tesa Vigal

¿Es ganar depender del poder, entregándole así la victoria?, ¿o ganar es renunciar a futuras victorias a cambio de libertad?

Su sombrío y sucio blanco y negro (ya en la época de todas las películas en color por sistema) es uno de los muchísimos detalles que abarrotan la película, señalándola como algo rabiosamente personal. Tan personal como su director Robert Rossen, que también rodó otra película especial: 'Lilith'. Habla de lo esencial en el cine negro: lo fronterizo. Todos sus personajes lo son, arrastrando con ellos toda su especial carga de ambigüedad,  inocencia o perversión, inadaptación,  valores propios. Una historia sobre la línea que separa, y une, el ganar con el perder, a la que esta peli da la vuelta limpiamente apuntando a la auténtica victoria o la verdadera derrota. Ambas cosas pasan por lo mismo. Traicionarse o no a uno mismo. Venderse, o no.


El recorrido de un inculto, inocente y orgulloso chico de barrio hasta descubrir su potencial real y sus límites, en un viaje vital a través de sus apuestas al billar, del amor y de la gente de alrededor. Sobre todo de los enemigos, esos que nos obligan a desvelar y poner en acción todo lo que no sabíamos de nosotros mismos.

Y el amor como un espejo de todo lo que él es y no había querido mirar. La chica atormentada es también vulnerable y solitaria como él, pero además pone en evidencia su ignorancia, su dificultad afectiva, su lado destructivo.


Cada escena, cada actor secundario, cada palabra y gesto, todo en esta película rezuma atmósfera y significado. Está repleta de presencia. En plural y en singular. Paul Newman se merecía el óscar, por el que estaba nominado, aunque décadas más tarde se lo dieron por otra peli muy, muy inferior (El color del dinero, nada que ver), por pura mala conciencia y con el pretexto de retomar al mismo personaje muchos años después. Interpretaciones inolvidables las de todos ellos, en especial la de la pareja protagonista, porque Piper Laurie es también un derroche de sutilidad y latidos transmisores.

Cuando el mundo no es el culpable de nuestros errores pero nosotros, como Paul Newman, acariciamos aún esa posibilidad inocente y tentadora. Una historia sin salida y con entrada invisible. De perdedores que sólo dejan de serlo cuando se salen del juego.


La mirada eléctrica de Eddie, poco a poco cubriéndose de niebla, de algo desesperado cubierto aún de disimulo infantil, buscando continuamente un punto mágico y salvador desde donde todo se vea diferente. Y la mirada atormentada de Piper oscilando entre el arañazo y la tristeza hundida, en un personaje femenino inusual por dentro y por fuera: una chica con leve cojera, que frecuenta para emborracharse el bar de la estación donde se conocen.

Hasta el final, sí, pero ¿y si el final es esta misma noche? También hasta el final, pero no queda entonces lugar para lo grandioso del no rendirse nunca. Y la vida se convierte en una ola imparable de debilidad. Hasta los “ganadores” de esta historia ganan tristemente. Porque su atmósfera es todo esto, y es un remolino de polvo en la calle que, rápidamente, cae de nuevo para posarse sobre el suelo endurecido. Y la tierra traga saliva, se calla, espera, asimila, y va transformando en el seno de su oscuridad y su silencio, misteriosas semillas con alas.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los amantes del círculo polar, de Julio Medem

Por Tesa Vigal

Suscribo la cita del gran amante del cine Vicente Molina Foix, que aparece en la página Filmaffinity sobre esta película: “Vigoroso poema elegíaco de Medem. Desmelenada, pero no descabellada, lírica y con una irrompible lógica interna”. Añadiría que es perturbadora historia de amor, extraña, original por trama y su forma de desgranarla. Aunque aviso que no es apta para gente con visión reduccionista de la vida. Lo simple (no confundir con lo sencillo) ni pregunta ni contempla. Sólo lo sensible explora, como esta película, y acaba topándose con el misterio, con el sentido, con el latido de los árboles… 


Dos hermanos, que no lo son. Dos niños se conocen mientras corren por motivos personales. Una, corre para escapar. El otro, corre jugando, persiguiendo un balón. Y ninguno sabe de dónde ha salido el otro, pero nada más encontrarse, ambos se reconocen de manera inmediata y subterránea.

Dos ventanas que dan al mismo jardín nocturno de árboles agitados por un viento lleno de poder.

Contada en primera persona por cada uno de sus protagonistas (Fele Martínez y Najwa Nimri), alternativa y sucesivamente, eso ya remite desde el principio a una subjetividad maravillosamente insolente. Algunas de sus frases apuntan a los temas entrecruzados de su historia: “¿Se puede correr hacia atrás?” (Ana). “Es bueno que las vidas tengan varios círculos” (Otto). Aunque yo prefiero esta otra de Ana: “Lo desconocido se metió en lo conocido”. Cualquiera de esas frases se refiere a lo que trasmite esta película, más allá de su trama. Siempre es fundamental cómo se cuenta algo, pero en algunos casos es decisivo. Esa es, además, una de las características de Medem: la forma de contarlo rebosa de contenido, mientras que en su trama apenas se bosqueja.



En esta historia de amor clandestina, por peculiares motivos personales que no sociales, se remite una y otra vez al recorrido interior de sus personajes, hasta el punto de que lo que sucede fuera es plasmación directa de su recorrido íntimo. En realidad eso le sucede a todo el mundo, sólo que casi siempre de manera inconsciente, o indirecta. Ese enfoque en lo interior y no en el exterior supone una exploración en las contradicciones íntimas, preponderantes en el laberinto personal y ausentes en una historia de lugares comunes, esas enfocadas en lo usual que acaban dejando de lado a las personas vivas implicadas, en nombre de un supuesto mecanismo universal que siempre se escapa en cuanto se profundiza con integridad en una historia amorosa. Porque al ser una relación entre personas el origen y la plasmación del deseo es intransferible, los sentimientos nacidos del fondo del corazón, eso que no tiene fondo, desbordando encasillamientos. 



De ahí que el enfoque de esta historia en los inconvenientes y obstáculos interiores sea una de las cosas que conforman su gran originalidad. Nadie de su familia se opone a que se relacionen, es más, siempre trataron de que se llevaran bien sin lograrlo, aparentemente. Tampoco les separan las circunstancias temporales o de espacio, ya que conviven en la misma casa con sus padres respectivos, emparejados. Pero ellos prefieren mantener su íntima conexión desde la infancia en la clandestinidad elegida del secreto, de lo privado llevado a sus últimas consecuencias, sin que nadie lo sepa. Hasta el punto de hacerles creer a sus padres que no se llevan bien, que apenas tienen contacto…


Dos historias de tiempos distintos que confluyen en un piloto: Otto, el piloto. El primero en el tiempo un soldado alemán que conoce a una campesina española durante la guerra civil. El segundo, el niño protagonista al que ponen ese nombre porque aquel alemán se ha transformado en símbolo amoroso y de paz para su familia. Dos nombres capicúas: Otto y Ana (al que habría que añadir el del propio Medem).

Dos finales cruzados, en los que se narra magistralmente la fusión de los dos hechos y las dos miradas, sin que el espectador esté seguro de si Ana sube la escalera o no la sube, hasta que el plano último del interior de una pupila pone punto y final, a regañadientes. Porque quisieras que la película, que la historia siguiera eternamente, con nuevos círculos concéntricos.



Dos mesas cercanas en la plaza Mayor de Madrid, ocupadas por el destino, que les ha llevado al mismo lugar en el mismo tiempo. Hace tiempo que no se ven y están sentados de espaldas (tercera foto del texto). Ninguno ve al otro, ni siquiera sospecha su cercanía, aunque sus búsquedas tienen la misma melancolía descarada.
Y el sol nunca se pone en el círculo polar donde Ana instala su silla, junto al lago.

Como en el verso de Lou Reed: “Amores legendarios me persiguen en sueños”.