viernes, 21 de noviembre de 2014

La verdad de la ficción: 'La rosa púrpura de El Cairo'

Por Tesa Vigal

‘La rosa púrpura de El Cairo’, de Woody Allen. Historias dentro de historias con idéntico fin: la ficción enseña a vivir. Tiene otras películas fascinantes como “Manhatan”, “Sombras y niebla”, “Annie Hall”, Match point’... Pero ésta es la más peculiar. Su rareza consiste en el tema, inédito en Woody Allen: la naturaleza de lo creado, de la ficción. La realidad de lo ficticio y lo ficticio de lo real. En esta historia ambas realidades se funden en una, aunque nunca se confunden. ‘Midnigth in Paris’ tiene puntos en común: saltos espacio-temporales.

Tom escapándose de la pantalla hacia el mundo real

En los años treinta de la gran depresión, una camarera (Mia Farrow), pobre e infeliz en su matrimonio por un marido desagradable, rudo, insensible y bruto. Su única felicidad consiste en los ratos que pasa metida en el cine, donde se evade descaradamente de su mundo mezquino y desagradable. Pero un día, viendo una película titulada “La rosa púrpura de El Cairo”, uno de sus personajes es consciente de repente de los espectadores que le miran, que miran la pantalla-historia y la traspasa, entrando en la sala de cine ante la estupefacción de los espectadores. Y de sus compañeros personajes en la pantalla, uno de ellos le llama, sorprendido y alarmado: “¡Eh Tom, vuelve aquí!”. 


Y entonces surge una relación personal entre el personaje escapado de la pantalla y la camarera espectadora, que empezará a tomar conciencia de su situación personal, en lugar de soportarla resignadamente. Surgirá un nuevo rumbo en ambos, liberador. Lo imaginario vivo (el personaje escapado de la ficción) quiere descubrir y explorar el mundo cotidiano de los espectadores. Y la espectadora camarera acabará entrando en la pantalla de la ficción con idéntico afán explorador. Eso supone que la camarera deja de usar la ficción para evadirse de su dura realidad, para comenzar a plantearse nuevas posibilidades y hasta soluciones para su vida. Y aunque no lograra cumplirlas, la semilla está echada. Ella deja de mirar y se mete en la historia y esa nueva actitud es la que posibilita nuevos horizontes en su vida personal. Ambos interactúan con la realidad del otro y cuestionan sus respectivas vidas.  
 
 Y además, surgen nuevas preguntas: ¿Hasta qué punto lo ficticio tiene poder materializador? En este sentido ¿pueden llegar a ser conscientes los personajes de una creación? ¿Son conscientes los seres “vivos” de la vida que late en la ficción? ¿Son más reales los sueños o la “vida”? ¿Y los deseos? ¿Son más profundos y significativos unos u otros?... Todas estas preguntas tienen una respuesta personal, igual que el modo de aprender a vivir a través de la ficción. ¿No es ese el motivo de la necesidad que tenemos los seres humanos, de cualquier lugar y época, de que nos cuenten y contar historias? El vuelo de historia, su efecto. Vuelo mental y vuelo emotivo. Vuelo hacia dentro y hacia fuera. Una de sus películas con más alcance, de las que roza más planos y de manera más libre e imaginativa.

   

sábado, 8 de noviembre de 2014

La meta es el camino: 'carretera asfaltada en dos direcciones' de Monte Hellman

Por Tesa Vigal

Hace poco volví a ver ‘Two-Lane blacktop’, de Monte Hellman (aquí traducida como “Carretera asfaltada en dos direcciones”). Mi primer contacto con ella fue a principios de los 80 y, como me pasa con todo lo memorable que leo o veo, la impresión emotiva sigue ahí, igual de turbadora, aunque con el tiempo pueda llegar a olvidar su trama. 


Íntima película existencial porque se pregunta sobre la naturaleza y el sentido de la vida, a través de los hechos cotidianos de tres personas reunidas por el azar o el destino (si es que ambas cosas son diferentes formas de nombrar a la moneda misteriosa del universo). Personajes inusuales en la actualidad, sobre todo el de la chica que va haciendo dedo por las carreteras que surjan, aunque frecuentes en los años 70 de la contracultura, momento en que sucede la historia. Por eso su origen y su desarrollo es un viaje, pero a diferencia de otras muchas historias de carretera, este viaje no tiene motivo conocido ni meta clara, ni siquiera dirección concreta. Y así es como sucede en muchas vidas humanas de cualquier época y lugar. Es un viaje a ninguna parte y a cualquiera. Y el misterio, inevitable e incómodo, del recorrido impregna a los propios personajes. En realidad no se sabe nada de ellos, ni siquiera sus nombres (se llaman entre ellos por enigmáticas iniciales, o incluso por su “papel” en el viaje: “conductor”, driver, uno de ellos, protagonizado por el músico James Taylor. Él es el único que salió indemne de esta película, ya que tanto el batería de los Beach boys, Dennis Wilson, como la chica, Laurie Bird, tuvieron muertes tempranas peliculeras. Ella, se suicidó a los 26 años y el batería del mítico grupo californiano se ahogó en el mar, a los 39 años. 


La interpretación de los tres es perfecta y armónica con la propia historia. Una interpretación sobria, poéticamente seca, que apunta directamente a la naturaleza incomunicativa de la mayoría de las relaciones humanas, en las que todo se calla, o se elude, o se malinterpreta. Porque lo que da más miedo es tomar consciencia de nuestra propia vida y su consecuencia temible: la libertad.

A diferencia de otras películas calladas, ésta tiene acción (incluso la desaforada propia de las carreras de coches clandestinas), pero el silencio es el rey que todo lo empapa. Y cuando el silencio acompaña a un viaje en coche adquiere matices turbadores, que perfilan ásperamente un relieve inusitado en todo lo callado, en cada gesto y cada vacío. Aquí, en esta historia todo es una constante alusión. un malestar de fondo al que no se sabe poner solución, ni siquiera intentarlo.

Pero existe una diferencia sutil entre sus personajes que llega a ser decisiva. La chica aporta claridad rotunda en sus acciones, aunque el resto de sus facetas expresivas quede igualmente sin comunicar. Ella hace dedo y se suma al viaje sin rumbo del 'mecánico' y el 'conductor', durante un tiempo. Y  les deja después, bajándose irreversiblemente de su coche y de su vida. Actúa, reconoce, observa, revela lentamente, espera la respuesta y decide. 


El personaje del mecánico (Dennis Wilson), refleja inconscientemente el vacío resignado. En el conductor respira la sensibilidad, aunque asfixiada por el miedo a la expresión. Y ambos, en definitiva, acaban por elegir sólo sobrevivir, o lo que es lo mismo, vivir para nada. Morir lentamente.

Los tres acaban reunidos durante corto tiempo por la insatisfacción inquieta, que desemboca en pasividad, o ruptura. Y precisamente por eso, por su ausencia, hay momentos en esta historia donde destaca la plenitud del amor o el juego, y en ellos sobrevuela la sed de comunicación plena y álgida, que una y otra vez permanece aquí oculta, subterránea, cercenada.

En mí evoca la plenitud vital de la infancia, o los momentos adultos en que se logra una entrega rotunda al presente, cuando lo que se siente no se reparte con el futuro. “Es”, y luego desaparece suavemente porque se ha puesto todo sobre la mesa. Por eso, y sólo en ese tipo de momentos excepcionales, no queda resaca, no se mira atrás.

Pero luego caes en la trampa de querer el amor en vez de vivirlo, impidiendo que surja, evitando elegir y, en medio de laberintos de miedos y de ideas cruzadas te vuelves impotente vital o adicto a las rutinas. A mí, al menos, me cuesta bastante salir de esa trampa, tanto como al personaje del mecánico y el conductor salir de su aparente vida nómada que, en realidad, es una absurda costumbre aunque de apariencia inusual.

Me quedo con la melancólica libertad de la chica. Tampoco es garantía de nada, pero mientras tanto quizás se roza con la punta de los dedos una vida con sentido.  

Recomiendo un interesante comentario sobre la película en la revista Miradas de cine nº 41, dossier años 70: