Por Tesa Vigal
Al finalizar
una película memorable uno no sabe qué decir; en un primer momento. Luego, se
necesitaría decir muchísimo aunque no se haga. Se está demasiado desbordado por
sensaciones, sentimientos, lados desvelados, dudas, certezas, facetas ocultas,
laberintos…
Esta película dirigida por Carol Reed está empapada, sin embargo, por la sombra de uno de sus protagonistas: Orson Welles. El tercer hombre es Harry el asesino, Harry el amigo, Harry el
amante, Harry el mafioso, Harry el cínico, Harry el doliente (como aquel rey
legendario) y Orson Welles irónico, impenetrable, aparente, engaña tontos y “el
tercer hombre”. Ese, además, siempre ausente. El que jamás llega a aparecer del
todo en la historia, el que jamás aparece en nuestra historia, el que surge
constantemente, el que siempre es confluencia del primero y el segundo.
La ausencia y
la apariencia hieren los ojos desde el primer plano de la aparición de Welles.
Sostenida mueca al fondo de un túnel como si su rostro, cada vez más cerca, fuera
atraído por nuestro tren fantasma, o por la hipnosis de la serpiente. Desde Harry
a mí, o desde mí hasta Harry. O ambas cosas. Y su expresión es sarcástica y
herida, o herida por el sarcasmo, o el sarcasmo herido por una vida en sombras.
La sensación de
tener entre las manos gran cantidad de pruebas, irrefutables creadoras de
espejos, sobre la identidad de una persona, hacen de ella un misterio aún más
insondable.
(Demuestra la
experiencia muchas cosas, entre otras que nunca es suficiente la vida para
aquellos que padecen sed devoradora)
Y el loro de la
ironía es el amigo de Robinson Crusoe y el seguidor de Zane Gray. La genial y
divertida escena de la conferencia cultural, donde una vez más hay una
confusión de identidades que es justo lo que la motivan. La llegada del
conferenciante raptado y el encantador y entregado promotor de aquella “fiesta”
son el lado salvador de cualquier naufragio. Quién ama la ironía, es decir
quien tenga sentido del humor, siempre suele agarrarse a la tabla salvadora de lo
grotesco, lo absurdo y las faunas humanas.
El gesto, en
primerísimo plano, de Kurtz (inquietante conocido del tercer hombre) me recordó
el paralelo e inicial del genial y turbador presentador de “Cabaret”, de Bob
Fosse. Estos adjetivos recorren el eje y la atmósfera de toda la película.
Es tan rara la
perfecta e increíble fusión de su famosa música y sus imágenes, como que
algunos hablando de Welles dejen en paz a los ángulos, contrapicados y demás zarandajas.
Sinceramente nunca lo entendí. Pero hay gente tan superficial que sólo habla de técnica.
El mayor
misterio rodea la mayor complicidad. Eso ocurre en el instante anterior a su
muerte, cuando Harry con las manos en libertad, sacadas al viento de la calle
entre las rejas de la alcantarilla, le indica a su amigo que le mate. Es casi
imperceptible y difícil separar su mirada de su rostro, asintiendo suavemente.
El infinito es
traído, culebreante y orgiástico, entre el círculo, las dos serpientes
mordiéndose la cola… Las dos muertes, los dos cementerios, las dos chicas
adelantadas por los dos coches… Y los dos amigos. Porque es la misma chica pero
es otra chica, su amigo es su amigo pero es otra cosa, y ni las ruedas ni las
gabardinas chocarán contra el viento de idéntica manera. Aún así, todo es un único
momento. De ahí, que uno de los planos finales más impresionantes que yo he
visto, sea ese sostenido durante varios eternos, inquietantes minutos de Allida Valli caminando hacia el espectador, con
toda la pesadez, la densidad y el silencio de la tristeza irremediable, envuelta en la inolvidable música de aire turbador, casi hipnótico. Esa tristeza que
no tiene salida y tiene lucidez. Casi melancolía pero más que melancolía. Cuando todos saben lo que va a suceder y lo que
está sucediendo, pero ¿qué se va hacer Bernie?
Uno se queda de pie, quieto, y
luego, cuando todo ha pasado, enciende el cigarrillo de la última voluntad.
¿Qué va a hacer ella sino seguir caminando?. La música seguirá sonando hasta
enloquecer al más atrevido Ulises y los fantasmas poblarán el mundo, esa Viena
bellísima de adoquines negros y el camino hacia la ciudad que nos aleja de todo, para siempre.