lunes, 6 de julio de 2015

Desayuno en Tiffany's y tango en París

Por Tesa Vigal

En ‘Desayuno en Tiffany’s’ de Blake Edwards (aquí Desayuno con diamantes) Audrey Hepburn da vida (y no es una frase hecha) al alocado, tiernamente indómito personaje de la novela de Capote, aunque este es uno de los casos en que la película me gusta más que el relato (a pesar de que Truman Capote me parece un escritor impresionante, poético, especial). El relato es más duro, pero su protagonista no es un gigoló y tampoco aparece esa historia de amor entre dos perdedores emocionales, dos marginales que no lo parecen, cuyos caminos se cruzan a pesar de sus historiales respectivos, o quizás precisamente por ellos. Su amistad es lo que convierte a la película en algo muy especial. Dos vagabundos de la luna, como apunta ‘moon river’ la canción de la película. Ella es una chica de compañía, a cambio de 50 dólares para el tocador. Él, Paul, interpretado por George Peppard, es un gigoló.



Película original, conmovedora, profundamente melancólica. La constante sonrisa de ella defendiéndose del miedo. La libertad y sus heridas, ausencia de cariño, soledad. Su comienzo es ya de lo más significativo: una calle al amanecer en Nueva York, por donde circula un taxi solitario mientras suena la melancólica música de Henry Manzini. Del taxi se baja una chica en traje de noche negro y gafas oscuras que empieza a beberse un café en un vaso de plástico y a comerse un bollo ante los escaparates de Tiffany’s. Está desayunando aunque aún no se ha acostado.

Una de mis escenas favoritas, de indirecta y sutil tristeza, es la segunda vez que se ven, cuando se descubren amigos, compartiendo sus contradicciones sin proponérselo, sin intenciones. Huyendo de un cliente del que no ha podido despegarse, ella sube por la escalera de incendios y entra por la ventana al apartamento de su nuevo vecino, tras observar marcharse a la madura “decoradora” del aspirante a escritor y ver a éste en la cama, dormido y desnudo. Ella comprende y le dice con complicidad irónica y nostálgica: “Debes estar muy cansado…”. También descubre que su máquina de escribir no tiene cinta, aunque él dice que es escritor. Los dos contemplan con húmeda nostalgia sus respectivas huidas, reconociéndose con una reticente y ambigua alegría. “Somos amigos ¿verdad?”… Y en otro momento de la peli: “Acompáñame hasta que me emborrache”.



Hay, sin embargo, una diferencia entre los dos. Ella es una persona indómita. Cuando va a buscarla su ex marido, que la recogió siendo una adolescente hambrienta, Holly le dice que no debe querer a un ser salvaje porque bajo su cariño y cuidados va volviéndose más fuerte, hasta que de nuevo puede volar y ser libre. No pertenece a nadie. Sólo tiene una cama y un sofá en su apartamento y un gato sin nombre, al que recogió en la calle, y como explica ella misma cuando encuentre un lugar propio donde se sienta tan segura como en Tiffany’s se comprará muebles y pondrá nombre al gato.

Por lo tanto, ante el amor ella se defiende de esas obligaciones convencionales, que para muchos conforman las relaciones sentimentales: “quieres enjaularme”, le dice. El amor le huele a trampa, sobre todo esa relación entre ellos basada en la más abierta y confiable camaradería, donde ninguno tiene nada que esconder. La relajación total por un lado. Pero además la tentación teñida de deseo de hacer con el otro lo que no hace gratis, el sexo, añadiéndole lo que no hace nunca de ninguna manera: amar y dejar que el otro le ame. Podrán permitirse sentir y expresar sus sentimientos. Un lujo, un sueño al que temen. Porque han elegido una vida social en la que sólo entregan su cuerpo, manteniéndose a salvo, escondidos tras del sexo. Y es que lo que hace vulnerable a alguien es entregar sentimientos, desnudar su alma. De ahí que un encuentro amoroso entre ellos tenga algo catártico y sea especialmente emocionante.



Hay otra escena, única, en la que aparece reflejado el mundo desquiciante de Holly, disfrazado de sonrisas y celebraciones aunque por debajo fluye un río de anhelos insatisfechos y miedosa incomunicación. Es la escena de la fiesta, que Blake Edwards preparó a conciencia celebrando una fiesta real durante varias horas antes de empezar a rodar, con los actores ya borrachos y despendolados. Y hay un momento allí en que una mujer se contempla en un espejo, copa en mano, y empieza a reírse de su imagen como una loca. Se suceden otras imágenes de la fiesta y vuelve a aparecer la misma mujer, ante el mismo espejo, llorando desconsoladamente, con ríos de rímel corriendo por su cara.


Una película que se etiquetó como comedia, aunque a mí me parece una herida remontando el vuelo a su manera, convirtiéndola en algo especial que no se olvida. Blake Edwards rodó poco después otra historia de marginales, dos alcohólicos; pero en la dramática, dura, redonda “Días de vino y rosas” no queda rastro de melancolía. 

'El último tango en París' de Bertolucci se etiquetó como película erótica, sin embargo es una trágica historia de incomunicación, con un inmenso Marlon Brando que le añade una profundidad vertiginosa.

Tras el final traumático de una relación puede caerse en la pasividad más vacía, o explotar en cualquier relación desesperada. En ambos casos se vive en el derrumbe, en el agujero negro de la incomprensión, la culpa, el afilado borde del mundo. Entonces nada importa y todo vale y ambas cosas se cuestionan. 



Paul (curiosa coincidencia, el protagonista de desayuno en Tiffany's también se llama Paul) acaba de quedarse viudo porque su mujer se ha suicidado. Su reacción será volcarse en una relación con la primera persona que se cruza en su camino, negándose a intercambiar datos personales, ni siquiera el nombre, sólo sexo, sin necesidad de preguntas. Porque lo íntimo para él es todo lo demás. Desnudar el alma es lo difícil, lo problemático, la fuente de la incomunicación. y Paul viene de la incomunicación más completa, con esa mujer que se ha suicidado por motivos desconocidos. Su desengaño vital no sólo le produce culpa, sino rebeldía defensiva. Y comienza la historia con una desconocida a modo de grito desgarrador.



En este drama la parte romántica la pone Paul. Él aporta la intensidad, la hondura, la rebeldía desesperada, la tristeza asumida. La chica, María Schneider, pasaba por allí, esa es la actitud vital que transmite. Parece evidente que no ha conocido el dolor, el profundo al menos, y no comprende los motivos de su amante porque son demasiado laberínticos, porque enfrentan, como en un espejo, toda la frustración, la libertad, las contradicciones humanas. Y eso da mucho miedo. Tanto que, tras vivir con él esa interesante aventura extraña, se niega en redondo a entablar una auténtica comunicación con Paul cuando éste, al final, quizás habiéndose librado del dolor, se atreve a ofrecerle como regalo todo lo demás. Empieza diciéndole su nombre y dispuesto a contarle, a compartir con ella lo que quiera.

Pero ella se siente amenazada, desbordada por la insólita profundidad que podría suponer una comunicación personal con él. Lo suyo, su medida, es el joven cineasta previsible y más o menos encantador, y desde luego más sencillo. Por eso decide acabar con esa relación de la manera más cobarde. La mirada de Brando en el balcón, despidiéndose de los tejados de París, es una de las más impresionantes que he visto en el cine. Tanta tristeza, tanta lucidez... Sin vuelta atrás.       





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